¡ Silencio en la noche! El mudo va a cantar. Bajo el brazo la alegre guitarra, mientras…entona su loca esperanza. Desde la vieja sinfonola su voz –diáfana como el día– conjura a neófitos y devotos.
Pocos resisten el embrujo del zorzal –esa ave mañanera – “que cada día canta mejor” y aunque murió abrasado hace casi 80 años aún conquista corazones con su porte bien pintao , saco cruzado o esmoquin, corbata, pelo “repeinado che”, sombrero ladeado, mirada y sonrisa castigadora.
Sombras de otros tiempos, puñados de recuerdos, pálidos brotes de un amor marchito, cicatrices de un corazón herido. En cada tango dejó su huella y las almas lloran cuando escuchan, en la vieja vitrola, los discos de Carlos Gardel.
Ubicadas más allá del tiempo y del espacio las leyendas humanas son – ocasionalmente– sacudidas en su pedestal por el ruido de los murmullos, que intentan sacarlas de la eternidad.
Los mitos, como el sol, tienen manchas y aunque se elevan hacia la luz, hunden sus raíces en lo perverso, ajenos a los principios que rigen al resto de los mortales.
De Gardel se ha dicho hasta lo impensable: que era maricón. La lista va de lo verosímil a lo irrisorio; empieza con sus orígenes, la nacionalidad, sus amoríos, los líos con la justicia y que anduvo preso; algunos sostienen que hace milagros en el Cementerio de La Chacarita y otros que no murió calcinado –el 24 de junio de 1935 en Medellín– más bien sobrevivió con el rostro deformado por el fuego.
Cuentos para noches de espanto que contribuyen a expandir la gloria del mito gardeliano. Darío Jaramillo, un poeta colombiano que escribió poesía en la canción popular latinoamericana señaló: “La verdad mítica no tiene que ver con la verdad verdadera. Un mito puede darse el lujo de nacer en tres partes distintas, Tacuarembó, La Plata o Toulouse, porque es un mito. Gardel, el mito, es, por mucho, una historia más larga que la de Gardel, el individuo”.
En tiempos en que no existían los asesores de imagen, ni las campañas de marketing , Gardel atisbó que para sobrevivir hacía falta más que cantar bien, ser un guapo y hacer requiebros sobre la acera. Fue de los primeros en venderse, en magnificar sus triunfos y amistades, aquí, allá y acullá.
“A veces mentía mencionando su éxito en Londres, ciudad donde nunca había actuado, o inventándose ascendientes de clase alta”, aseguró Juan José Sebreli en Ensayo contra los mitos .
Carlos Gardel vive en sus tangos, en París, con las rubias de New York, en las carreras de caballos y, especialmente, en Buenos Aires, adonde nunca más pudo regresar, porque una tarde lo “encanó” la muerte “ y…chau, Buenos Aires ¡no te vuelvo a ver!”
Más allá de los datos, de la historia real, de lo que suscriben los documentos, vive la leyenda de Carlitos –el único– para alegrarnos la vida con su voz potente, segura, emocionada, aterciopelada, con ese acento porteño y que –hoy igual que ayer– nos habla como el poeta Pablo Neruda: “de cosas desaparecidas, seres desaparecidos, substancias extrañamente inseparables y perdidas”.
Arrabal amargo
“El zorzal criollo” no era cualquier hijo de costurera; al contrario, su madre Berthe Gardes era una joven aplanchadora de 25 años que fue amante de un tal Paul Laserre, un buscavidas francés que andaba a salto de mata, para que los gendarmes no le echaran el guante pues tenía fama de rufián, según George Galopa en El padre de Gardel .
Una comadrona, Jenny Bazin, atestiguó el nacimiento de Charles Romuald Gardes a las dos de la madrugada del 11 de diciembre de 1890, en el hospital Saint Joseph de la Grave, en el pueblito de Toulouse, Francia. Con los años uruguayos y rioplatenses reclamarían el ombligo del tanguero, en una disputa con más aires bizantinos que genealógicos.
Berthe estaba soltera y Laserre casado, una combinación poco recomendable por aquellos días. El padre alzó vuelo; nunca reconoció al pequeño y la familia Gardes lanzó a la calle a la madre y a su crío.
La emprendedora Berthe arrió sus bártulos y decidió emigrar a Buenos Aires, Argentina. Ahí se instaló con su retoño de casi tres años que pronto castellanizó el nombre y el apellido a Carlos Gardel. Para evitar los cotilleos ella inventó el cuento de que era viuda.
Carlitos se crió en una ciudad que aspiraba a ser el París de América del Sur, con grandes arboledas, parques, plazas y avenidas al estilo de Picadilly en Londres o Berlín, en Alemania. La naciente urbe estaba rodeada de arrabales donde proliferaban burdeles, casinos, cantinas y petimetres de la peor ralea que vivían al estilo del tango Cambalache : “ remolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados”.
Con apenas diez años, al pebete ya le gustaba el canto y solía tararear canzonetas napolitanas y españolas, con su bella voz de barítono. También, según sus propias palabras “tuve que trabajar. Hice de cartonero, de relojero, de aprendiz de linotipista. Un día no fui más. No quise ser esclavo de nadie” refirió Oscar del Priore en Yo, Gardel , una peculiar “autobiografía” de la futura estrella.
En un medio plagado de inmigrantes pobres, de pisaverdes y hamponcillos de medio pelo, el joven Gardel adquirió los aires prestados de un dandi y el gusto por la buena vida aunque fuera al margen de la ley.
El primer registro policíaco de Carlitos data de 1904; con apenas 13 años y medio lo ficharon por cometer algunas travesuras.
El francesito, como le decían sus compinches del Barrio del Abasto, dejó la casa materna para buscar vida bajo los faroles; seducido por las noches bohemias, la aventura, las milongas y las “chorras”.
Así ingresó al mundillo teatral como utilero, maquinista, tramoyero y nació al canto. Tal vez fue ahí, o quizás lo inventó –¡ sepa el diablo!–, pero el mismísimo Enrico Caruso escuchó a Carlitos y lo quiso llevar a Estados Unidos porque: “Ahí vas a ser rey, ragazzo”.
Faltarían muchos años más para que “El zorzal criollo” conquistara Nueva York, y se echara al saco a las rubias Peggy, Betty, July y Mary.
Al principio no le pagaban ni un “mango”, pero logró hacer mancuerna con José Razzano y así comenzó a granjearse un nombre en el medio artístico. Eran un par de pobretes con traje alquilado, un café con leche en la barriga y muchas ganas de hacer “una montaña de guita”.
Tomo y obligo
El que no llora no mama, el que no se afana es un gil. La yunta Gardel-Razzano se abrió paso en las “varieté” porteñas, una suerte de actuaciones cortas que combinaban magia, música, saltimbanquis y teatro.
En 1917 grabaron la pieza Mi noche triste que les reportó ocho mil pesos a cada uno y vendió 50 mil unidades, pese a sus detractores que veían como esas letras lunfardas, bastardas y sucias atropellaban las costumbres y profanaban al arte y el buen gusto.
La visión gardeliana del cantante-actor comenzó a definirse con Flor de Durazno , su primera película muda. Gardel afinó su pinta; adelgazó, compró trajes, se engominó el pelo y con su simpatía natural se lanzó a conquistar el mundo.
Terminada la Gran Guerra la tangomanía causó furor en Europa; Rodolfo Valentino bailó –disfrazado de gaucho– en la cinta Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Gardel montó una gira por España y Francia.
De 1925 a 1930 Carlos consolidó su fama como cantante de tangos y actor; aprovechó la radio y el cine para crearse su propia leyenda, tal como detalló Simón Collier en Vida, música y época de Carlos Gardel .
Es en medio de esa bruma donde indagan los eruditos, exégetas y cuánto atorrante existe, con tal de hallar fisuras en la vida del cantante, que se bamboleó entre la respetabilidad y la canallada, aunque remontara sus orígenes a los Capetos franceses, como buen porteño.
Un par de investigadores, Raúl Torre y Juan José Fenoglio, aseguraron que “El pibe Carlitos” era un estafador que merodeaba en los bares bonaerenses para pescar incautos con el timo del tío.
El cuento consistía en la urgencia de recuperar una herencia familiar, para lo cual ocupaba un poco de dinero con la promesa de compartir a medias la fortuna. Una vez que la víctima tragaba el anzuelo lo “pelaban con la cero”, lo dejaban en la palmera, le afanaban hasta el color y lo dejaban como un gallo desplumao.
Al parecer Gardel y Andrés Cepeda, un malandrín apodado el poeta de la prisión, trabaron una amistad que fue más allá de los versos y las canciones; extendiéndose a las comisarías y encierros.
Pero lo que una mano da, la otra la quita. El precio de la inmortalidad fue una muerte triste, sin encontrar un “pecho fraterno donde morir abrazao”.
El domingo 23 de junio se presentó en el programa radiofónico La voz de la Víctor , en Bogotá; ahí complació a los radioescuchas con seis piezas, la última fue Tomo y Obligo. Al salir de la emisora la muchedumbre lo rodeó y en la trifulca perdió un zapato.
Lluviosa y oscura lucía la mañana del lunes 24 de junio; como en el tango Garúa “¡El viento trae un extraño lamento…! parece un pozo de sombras…y yo, en las sombras, camino muy lento”.
Gardel y su comitiva abordó un aeroplano F31 con rumbo a Medellín. Tras una escala de 15 minutos el trimotor intentó elevarse pero, todavía en el misterio, se salió de la pista y chocó contra la nave Manizales.
Como dos dragones heridos ambos estallaron en llamas. Adentro Carlos Gardel quedó envuelto en un sudario de fuego que lo consumió a él y a otras 15 personas. El cadáver yacía tendido junto a uno de los motores; a su alrededor brillaban unas monedas de oro desprendidas de su bolsillo, cual óbolos para Caronte.
Sus ojos se cerraron y el mundo siguió andando…¡Por qué sus alas tan cruel quemó la vida!...