
Estafar al diablo jamás fue una buena idea. Creyó que podía engañar a su padrino y morir en paz; pero solo era un canalla con cara de niño, forjado en el yunque del crimen neoyorquino.
Deberle a la mafia norteamericana $4 millones y desviar $600 mil para escaparse con su amante a París no fue lo que enojó a Lucky Luciano ni a Meyer Lansky –padres fundadores de la Comisión del Crimen Organizado–, sino lo imperdonable: ¡la traición!
Cuando Benjamin Siegel era apenas un párvulo que pateaba la calle Lafayette, en Manhattan, formó una pandilla infantil con Luciano y Lansky. Antes de aprender el silabario, asaltaban a parroquianos, robaban en los almacenes y manejaban la navaja y el revólver mejor que un lápiz.
Los tres se criaron en un barrio conocido como la “Cocina del Diablo” y de matones callejeros pasaron a contrabandear heroína; después licor durante los años de la Ley Seca en Estados Unidos; sobornar policías, jueces y periodistas, además de ejecutar a uno que otro rival por aquello del respeto.
Debido al auge del negocio, en 1936 los pandilleros de la Costa Oeste decidieron instalarse al otro lado y aterrizaron con sus huesos en California; fue ahí –en Hollywood– donde Benjamín campeó a sus anchas.
Compró una mansión en $250 mil para manejar una red de prostitutas; corredores de apuestas –al estilo de El Gran Golpe – y controlar el sindicato de “extras”.
La meca del cine era una sucursal del Tártaro; producía 400 películas al año para un mercado de 50 millones de ilusos que llenaban 15 mil salas, ansiosos de ahogar las penurias de La Gran Depresión, en las lacrimógenas vidas proyectadas en la pantalla.
Eso generaba un botín de $700 millones anuales y Siegel le echó garra; los filmes ocupaban figurantes, solo los que estaban apuntados en la lista de la mafia podían conseguir empleo y los estudios debían de pagar “peaje” para contar con extras en sus cintas.
Siegel hizo clavos de oro para sus amigotes de la metralleta y el traje a rayas; no solo por los despiadado, sino porque aprovechó su porte de chulo para enamorar actrices y organizar las fiestas más ruidosas de la ciudad.
En un tris Bugsy –el mote de guerra– anduvo de pellizco en nalga con Jean Harlow, Clark Gable, Gary Cooper, Cary Grant, Lana Turner y la condesa Dorothy Taylor de Fragsso, una rica heredera que abría los ojos como platos cuando Siegel exhibía la entrepierna.
Todo era un cuento de hadas –sin enanos– hasta que Siegel cometió un error, por partida doble: enamorarse de una corista –Virginia Hill– y de una ilusión: ¡Las Vegas!
Sueños de seductor
Los orígenes de Bugsy se remontaban a Ltychiv, un pueblito en la actual Ucrania, de donde emigraron sus padres –Max y Jennie– huyendo de la miseria del imperio ruso. Fue el segundo de cinco hijos y nació en Nueva York el 28 de febrero de 1906.
Concluyó con éxito sus estudios gangsteriles y como no pudo matar a Thomas Dewey –fiscal y futuro gobernador de la ciudad– no ganó el “summa cum laude”. ¡Ni modo!
En Hollywood le tomó gusto al sétimo arte y con su amigo de infancia, el actor George Raft, compró cámaras, proyectores, equipos y se interesó por el proceso de filmación, convencido de que si se lo proponía llegaría a ser una estrella.
Por 20 años estuvo casado en secreto con Esther Krakover, con quien procreó dos hijos. Cuando se le cruzó Virginia, la Reina de la Mafia, mandó al cuerno a la esposa y se dio la gran vida con la pelandusca.
La Segunda Guerra Mundial disparó la industria del escapismo fílmico y el mercado negro floreció: venta de armas, municiones, contratos ficticios con el gobierno y todo lo que ocupaba un ejército, desde agua hasta mujeres.
En 1944 Bugsy pasó por Las Vegas y construyó en medio desierto un hotel-casino faraónico, que haría parecer el de Montecarlo como un maní.
Un batallón de operarios comenzó a levantar lo que sería El Flamingo; algo así como las diez fosas del octavo círculo del Infierno, en la Divina Comedia. Lucky Luciano, exilado en Italia, le mandó toneladas de mármol de Carrara y le prestó $1 millón.
Bugsy sabía de matar gente pero nada de números. Las cuentas se dispararon; compró a precio de oro –en plena escasez bélica– vigas, tuberías, cemento, cortinas y mobiliario, para levantar la colosal estructura.
A las patadas inauguró El Flamingo en la Navidad de 1946, pero nunca pudo recuperar la inversión, pagar la deuda con la mafia y encima Virginia lo abandonó; para reconquistarla le alquiló un palacete en Beverly Hills.
Tras una reunión de urgencia en La Habana, la Comisión de mafiosos decretó la muerte de Siegel, por malapaga y desleal.
A la medianoche del 20 de junio de 1947 Bugsy leía el periódico en la casa de su amante, estaba tendido en el sofá, de cara al ventanal que daba al fastuoso jardín.
Una detonación pulverizó los cristales y los sesos de Siegel quedaron desparramados sobre la alfombra; se apagaron sus ojos y el cuerpo quedó cosido con nueve tiros, tres en la cabeza.
El crimen se lo endosaron a Jack Dragna y hace unos años a Mathew “Moose” Pandza, un camionero contratado como gatillero.
Ninguna luminaria, ni de cuarta fila, fue al funeral. Para Hollywood Bugsy Siegel solo fue un matón sanguinario cegado por la codicia y la corrupción, una pila de basura humana. ¡Que solos se quedan los muertos!