Monstruo sagrado de la pantalla. Protagonizó la única película que detuvo el sol. Si la Crucifixión no fue así, debió haber sido así.
Un equipo de 80 actores y técnicos, comandados por Dino de Laurentis, montó un set en Roccastrada, cerca de Roma, para la escena cumbre de Barrabás en El Gólgota, y aprovechar el eclipse solar de aquel 15 de febrero de 1961.
La estrella del filme calzaba a la perfección en su rol de criminal. Había sido bucanero, soldado, vaquero, marinero, beduino y tenía plante de griego, turco, italiano, francés, gringo, mexicano, árabe, polaco, filipino, español, indio, chino, árabe o lo que fuera.
Presumía de ser el macho más macho de todos los machos, a tono con sus aires de hampón, traidor, tonto, despistado y vago. Filmó casi 200 cintas; en la mayoría fue el villano, el segundón que se roba a la chica guapa y al final le dan su merecido, aunque fuera Anthony Quinn.
En Hollywood lo menospreciaron; lo acosaron sexualmente libidinosos como George Cukor y ninfómanas como Mae West; fue el marido de Katherine De Mille, hija adoptiva del megalómano director, y la molió a golpes en la luna de miel porque no era virgen.
Intentó ser arquitecto y le pidió empleo al consagrado Frank Lloyd Whrigt, pero este lo echó del estudio porque Anthony era tartamudo y, aunque dibujaba bien, “un arquitecto tiene que poder comunicar sus ideas” le ladró el genio.
Durante 17 años vivió encasillado en personajes duros, rebeldes, pendencieros y étnicos, hasta que rodó dos cintas memorables: ¡Viva Zapata! , de 1952, en el rol de Eufemio –hermano del revolucionario mexicano–; y La Strada , en 1954, que lo catapultó al estrellato con papeles dramáticos e intensos.
Quinn encarnó a Zampano, un artista callejero huraño y cruel que compró por diez mil liras a la inocente y disminuida Gelsomina di Constanzo, para que le ayudara en su espectáculo ambulante. Federico Fellini, el director, convenció al actor de cobrar solo una parte del salario y recibir el 25 % de las utilidades.
Los agentes de Anthony lo persuadieron de que la cinta sería un fracaso comercial y vendieron los derechos por $12.500; la película reventó las taquillas y Quinn se hizo famoso, a costa de perder el mejor negocio de su vida.
Pese a ello los años 60 fueron impagables. Bailó el sirtaki en Zorba el griego , aunque para ser estrictos la danza de marras fue preparada para la película porque Quinn tenía una rodilla lesionada. Completó la lista con La hora 25 , Los cañones de San Sebastián , El secreto de Santa Vittoria y dos filmes que copan la pantalla casera en la Semana Santa: Las sandalias del pescador y Barrabás .
En la primera dio vida al Papa Cirilo I, un Pontífice de ficción que propuso una serie de cambios en la Iglesia Católica; en la segunda, encarnó al fascinante, oscuro y amoral homicida que fue liberado en lugar de Jesucristo.
Quinn dejó su testimonio vital en tres autobiografías: El pecado original , Atardecer repentino y Tango de un hombre ; todas de gran éxito editorial y traducidas a casi 20 idiomas.
Los dientes del diablo
Escribía con los ojos, hablaba con su pistola. No se podía esperar menos del hijo del revolucionario mexicano, Francisco Quinn, y de Manuela Oaxaca, una “adelita” de sangre azteca. Unos dicen que el padre la sedujo cuando era una criada, otros que la conoció como soldadera en las tropas de Pancho Villa. ¡ Esos son detalles!
Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca nació en Chihuahua el 21 de abril de 1915; a los pocos años la familia arrolló los sarapes para buscar vida en El Paso –Texas– y después en Los Ángeles. Ahí, un auto arrolló a Francisco y Antonio quedó en la orfandad con su hermanita Stella.
Con tal de salir de la miseria dejó tirada la escuela y a los cinco años pasó a ser jornalero de hacienda, pregonero, limpiabotas, friegaplatos, mensajero, peón de construcción y carnicero.
A los 16 años era un gigantón de casi dos metros, despierto, tosco, camorrero y diestro para el boxeo; ganó 15 pleitos pero en el siguiente lo crucificaron a guantazos y buscó un oficio menos sangriento.
Probó con su habilidad para dibujar; elegía fotos de actores famosos publicadas en los periódicos, les hacía un retrato y se los enviaba por correo. Solo Douglas Fairbanks se interesó y le mandó $10.
Intentó con imitaciones de estrellas de la canción: Bing Crosby y Louis Armstrong. ¡Fracasó! Quiso enderezar el rumbo y con 17 años se casó con Silvia, una latina que le duplicaba la edad; ella lo envió a lecciones de arte y filosofía, lo refinó y lo obligó a tomar clases de dicción para superar la tartamudez.
Esta deficiencia no era por timidez, si no por un frenillo en la lengua; como no tenía un centavo, encontró un médico que aceptó operarlo y Quinn le pagó en cómodos abonos.
Con tal de mejorar la pronunciación se matriculó en la academia de la actriz Katherine Hamil, que lo conectó con pequeños grupos teatrales y en una de sus primeras obras, The Gateway Players , conoció a Cukor quien le echó los perros, lo invitó a cenar y a tomar unas copitas en la casa. Anthony paró en seco al pervertido y casi lo despluma.
A los 21 años debutó en el cine con The Milky Way y trabó amistad con Katherine De Mille; para casarse con ella dejó en el caño a Silvia, solo que el suegro era un clasista y el día de la boda impidió que asistieran los familiares de Quinn, para evitarse el bochorno de conocer esa manada de palurdos.
Hombre de excesos, su ego machista no soportó que su nueva esposa no fuera doncella; le sonsacó a golpes el nombre del que le comió el mandado. No fue uno, fueron dos, y no cualquiera: Clark Gable y Víctor Fleming, el director de Lo que el viento se llevó y El Mago de Oz .
Los presagios empeoraron. Cristopher, su primer hijo, murió ahogado en una piscina a los dos años. Tuvo más niños con Katherine: Christina, Catalina, Duncan y Valentina.
Aunque tenía una gran presencia escénica, un aire viril y una maleabilidad particular para acomodarse a todo tipo de personajes, solo obtenía papeles secundarios y a la sombra de las estrellas.
El destino tendría piedad con él y a los 37 ganó el Óscar por ¡Viva Zapata! y cuatro años después repetiría con Sed de vivir sobre las tribulaciones de Vincent Van Gogh, si bien apenas actuó ocho minutos en el papel de Paul Gauguin.
Pasión de hombre
Siempre presumió de haber resistido las embestidas sexuales de Mae West, pero no le hizo caritas a Rita Hayworth, Barbara Stanwyck , Ingrid Bergman ni a cada una de las coestrellas o mortales que conoció en los escenarios.
Lo cierto es que Anthony Quinn fue como un Zeus por lo enamorado y prolífico; oficialmente estuvo casado cuatro veces y engendró 13 hijos, cuatro de ellos extramatrimoniales. A las mujeres las trató como “indiscreciones” y a sus retoños como “accidentes biológicos”.
Pésimo marido, pero buen padre porque jamás abandonó a su prole; los últimos –Antonia de 6 años y Ryan de 4 años– los tuvo con Kathy Benvin, una guapa secretaria que era 50 años menor.
Apenas conocía una mujer la enamoraba, la embarazaba si podía y después la desechaba por otra; según él por el “shock” que le causó Kahterine en su noche de bodas.
Puede sonar cínico pero, cuando cumplió 80 años, convocó a una fiesta a sus exesposas; las amantes oficiales Agnes Delarive y Friedel Dunbar; la docena de hijos y los amigos. Por razones fáciles de comprender faltaron Katherine, afectada por el Alzheimer, y Iolanda Addolori, a quien dejó abandonada en una Navidad por irse tras las caderas de Benvin.
La italiana Addolori, como buena latina, no se tomó deportivamente el rechazo de Quinn y le planteó una archimillonaria demanda de divorcio; antes reveló a todas las revistas del corazón las chanchadas del actor.
Una de ellas fue el triángulo sueco que montó con Ingrid Bergman y su hija Pía Lindstrom, de 20 años. La actriz recién se había separado de Roberto Rossellini y estaba de luna de miel con su nuevo marido Lars Schmidt.
A Iolanda la conoció en el set de Barrabás ; ella era la vestuarista y “empezó vistiéndome y acabó desnudándome”, apostilló el picaflor. Danny, uno de sus hijos, lo acusó de golpear a su madre.
La singular fiesta sirvió de marco para presentar su autobiografía, Un hombre de tango , donde relató con pelos y señales –literamente– sus escarceos amatorios con toda la pléyade femenina de Hollywood. Llamó así al libro por el apodo que le endosó Orson Welles durante la filmación de Sangre y Arena .
Entres los bastidores de esa cinta se apareó con la Hayworth, ya que eso “no fue un romance, sino un affaire …solo hubo sentimientos sensoriales”, secuencia lógica del candente rodaje.
En una ocasión los pescó, en pleno nudo sexual, el marido de Rita; el petrolero Edward Hudson arqueó una ceja e increpó a su mujer, no por darle vuelta si no por hacerlo con un actor de reparto, cuando pudo haber escogido a la estrella del filme, en este caso Tyrone Power. En realidad Power era un marica que vivió enamorado de César Romero.
Aparte de la mujeres sintió fascinación y practicó, con sonado éxito, la pintura, la escultura y el diseño de joyas; también probó suerte como cantante.
Anthony Quinn escogió ser cigarra y no hormiga. Prefirió bailar y vivir, como Zorba el griego , de los placeres sencillos. Días antes de morir –a los 86 años– solo tenía uno: llevar a sus dos hijos pequeños a comer hamburguesas.