Sus manos ya no son las mismas, ha perdido el 50% de la vista y ahora tiene un banquito para descansar por algunos minutos durante la jornada laboral. Ya son más de 65 años trabajando en el mismo oficio, pero su pasión se mantiene intacta y no ha existido una enfermedad o situación que lo detenga.
La música de Sinfonola suena de fondo, mientras las agujas del telar de seis metros dan forma a un tejido que combina el color natural de la fibra de cabuya, con los de la bandera de Costa Rica.
De este paisaje disfruta Juan Olivado Camacho, un hombre que vive feliz con la simpleza y muy determinado en su trabajo; eso le ha permitido mantener viva una tradición que ha ido muriendo lentamente en San Isidro de El Guarco, en Cartago, y en todo el país.
Hasta la fecha él es el único artesano de la cabuya que sobrevive a los años en su pueblo y aunque asegura que hay quienes le quieren quitar ese merito, solamente él cultiva la cabuya, extrae la fibra y lo convierte en el hilo para tejer bolsos, alforjas y zapatos, que son bastante apetecidos por los consumidores en las ferias y mercados.
“Aquí hay algunos que tejen, pero yo soy el único que hace todo; yo siembro la cabuya, la raspo, la hilo, la tejo y la tiño. La gente todos los trabajos duritos los va dejando”, asegura Camacho, a quien el daltonismo no le impide realizar su trabajo.
Precisamente, fue por esa razón que el Ministerio de Cultura y Juventud le otorgó recientemente el Premio Nacional Emilia Prieto al Patrimonio Cultural Inmaterial, donde destaca la gran labor de Camacho y lo considera un maestro para las nuevas generaciones con repercusiones a nivel nacional.
Este es el primer premio que Martina, como lo conocen en el pueblo, recibe en toda su vida y lo hace sentir más que feliz, aunque reconoce que cuando la ministra Sylvie Durán lo llamó para darle la noticia no entendía de qué se trataba el codiciado galardón.
“Para mí es algo tan grande, es un gran orgullo no solo para mí sino para todo el pueblo, que vean que perseverando uno consigue las cosas. Yo me he llevado muchísimas sorpresas, pero creo que esta es la más grande, porque esto no es por argolla”, destaca.
A sus 78 años, Camacho no esperaba ganar un premio y se conformaba con un reconocimiento que le dio el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) años atrás. No obstante, haciendo una valoración de su vida y su trayectoria, le llena de orgullo y satisfacción estar en la exclusiva lista de ganadores.
Para él, la cabuya lo es todo. De hecho, es tan importante que nunca se casó pese a que dice que era “alguillo noviero”; tampoco tuvo hijos, aunque con una sonrisa picara afirma que hay una muchacha de Heredia que dice que es su hija.
“Yo tengo tanta pasión por esto que no sé si es enfermedad, porque yo vivo más enamorado de la cabuya que de las mujeres. Para mí hacer esto es un orgullo, un privilegio porque ya la gente había enterrado este oficio, es una muestra de cultura de las más grandes que hay”, detalla.
Le han ofrecido irse a Perú y México a trabajar como tejedor pero tiene claro que su casa y su taller no lo deja por nada.
Martina es un hombre dicharachero que disfruta anotar en una pizarra que tiene en su taller, refranes diferentes todos los días; en su barrio todo el mundo lo conoce y le gusta vacilar con sus vecinos; no le llama la atención la televisión, pero la radio le encanta.
Sus orígenes. Cursaba el cuarto grado de la escuela, ya sabía leer y también escribir; era un buen alumno; sin embargo, en la casa había necesidades que solventar, por lo que su papá le recomendó dejar el estudio y dedicarse al mercado de la cabuya.
En aquella época en San Isidro de El Guarco abundaba la cabuya, así como las personas que se dedicaban a este oficio, por lo que era una buena oportunidad para aprender de este trabajo y llevar sustento al hogar que compartía junto su mamá, María Leiva; su papá, Ricardo Camacho; y sus 14 hermanos.
“No fue cosa mía, un día mi papá me dijo: ‘Mirá, por qué vos no dejás esa vagabundería y te venís a ganarte los seis reales’ y diay yo tenía que ir descalzo a la escuela y eran como tres kilómetros de ida y vuelta, entonces yo me salí, porque la pobreza era muy grande y antes los papás decían que ir a la escuela era una vagabundería”, recuerda Camacho.
En un inicio no estaba tan convencido, pero tan pronto llegó el primer pago sus expectativas cambiaron: ganaba seis reales, que son un total de ₡4,5 por semana. A veces le daban una extra, pero esa la guardaba para él.
Al principio se dedicaba a hacer sogas, pero, poco a poco, fue aprendiendo más sobre el proceso y conforme avanzó el tiempo adquirió técnica y le subieron el salario ₡3, pues ya había aprendido a tejer.
“Yo ya sabía hacer todo y todo lo había aprendido viendo porque antes a uno nadie le explicaba”, afirma.
Así pasó más de una década, y cuando llegó a los 20 años, decidió poner su propio negocio, no solo porque quería independizarse sino que sabía cómo hacer las cosas solo y sentía que estaba regalándole su talento a los jefes. Para ese entonces ya ganaba ₡30 por semana.
“En mi casa había un galeroncito y yo no quería seguir dándole mi esfuerzo a otros y eché para delante y todo mundo me compraba las hamacas y todo lo que hacía. Ya era un éxito”, dice.
Para ese momento su familia ya había comprado un lote con una casa y una galera que él utilizaba para tejer. De esta debían ₡270, pero ni el papá, ni los hermanos, ni él aportaron para cancelar la deuda y perdieron su hogar y Juan Olivado se quedó sin taller.
Esa fue la etapa en la que decidió dejar de lado por algunos años su prometedor negocio de cabuya, empacó sus cosas y en 1973 se fue a trabajar a Heredia a una empresa cafetalera, donde era el jefe de personal.
“Ahí yo aprendí a manejar maquinas computarizadas y ultimadamente hacía hasta de técnico. Ganaba muy bien”, recuerda.
El alcohol. Con su nueva vida fuera de Cartago, vino también la compañía de un amigo que lo perturbó por años: el licor, un vicio que le trajo perdidas, tristezas y decepciones.
¿Por qué cayó en ese vicio?
Juan Olivado recuerda que ganar más dinero le permitía comprar alcohol con más frecuencia; eso lo fue envolviendo. Además, le preocupaba que en el trabajo, había cada vez más gente preparada que le podía quitar su trabajo.
Fue tanto su consumo de alcohol que se fue a Guatemala con un grupo de amigos en una microbús a ver un partido de fútbol y nunca se percató que había salido del país; por el contrario, creía que estaba en Costa Rica.
“Cuanto colón me ponían lo gastaba en guaro; yo estaba loco”, recuerda.
Como si fuera poco, compró un entero de lotería y se pegó el premio mayor: ₡300.000. Con ello podía comprar cuatro lotes que estaban a la venta cerca de su casa, que valían aproximadamente ₡70.000, pero prefirió invertir el dinero en licor y de esa plata solo le alcanzó para comprar una cama de ₡2.500 para su mamá.
A su regreso a Cartago, Martina se percató de que el mercado de la cabuya estaba muriendo, pues habían cambiado la cabuya por la tira, que facilitaba el trabajo de los artesanos; eso le generó gran tristeza y, a la vez, se convirtió en el impulso que necesitaba para retomar el oficio de sus amores.
Reinició el trabajo haciendo bolsos pequeñitos y alforjas pequeñas; luego fue apostando por más y hoy su taller realiza trabajos de todo tipo.
Ahora pasa días y noches en su taller, y aunque afirma que no madruga tanto, se levanta a las 4:30 a. m. y a las 6 a. m. ya se encuentra listo para empezar las labores del día que finalizan, a veces, a altas horas de la noche, dependiendo de los encargos que tenga.
Hoy ya tiene 28 años desde que dejó de tomar licor y reconoce que es más feliz.
La cabuya cuenta. Los años no han pasado en vano y así lo reconoce Martina, quien ahora trabaja de la mano de un grupo de mujeres que realizan artesanías de todo tipo a base de fibra de cabuya en el taller que alquila el artesano, para después llevarla a vender a las diferentes ferias a las que los invitan.
Martina, junto a Sonia Navarro, cuñada y su mano derecha fundaron La Cabuya Cuenta, una asociación integrada por mujeres. Este colectivo, liderado por Navarro, elabora artesanías de todo tipo, incluso algunas a base de la fibra de cabuya que, posteriormente, venden en ferias.
“Ha sido duro, yo ya no podría solo: las asoleadas, los aguaceros, las hambres. Y yo les digo a ellas que echen para adelante porque yo en cualquier momento puedo fallar”, agrega.
Esas ferias les ha permitido viajar por todo el país y conocer también a otros artistas. Además, Camacho aprovecha para dar una muestra de su talento con sus telares de seis y tres metros a quienes se acercan al toldo en el que lo ubican; allí, los curiosos y los turistas no pueden dejar pasar ese momento.
Con la asociación Martina recorre escuelas y colegios dando cursos sobre la cabuya y los usos que se le dan, con el único fin de no dejar morir este oficio, que le permitió cumplir sus sueños y forjó su carácter a través de los años.