Jerónimo Weich es hijo del reconocido conductor argentino Julián Weich y de Valeria Wainer. Creció en una familia numerosa junto a su hermana Iara, su hermano Tadeo y el menor, Tomás. Desde joven eligió un camino distinto al de su padre: dejó el rugby en el Liceo Naval Militar y abandonó sus estudios de cine. Cambió todo por una vida nómada, mochilera, austera y sustentable que lo llevó a recorrer América Latina y a ganarse la vida haciendo malabares en las calles.
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“Vivía en la ciudad, trabajaba, estudiaba, jugaba al rugby y tenía amigos. Llevaba una vida normal. Era feliz, pero algo no terminaba de cerrarme. Sentía dentro de mí que existía algo más. Ese fue el primer clic”, relató en conversación con La Nación de Argentina.
A los 18 años viajó a Córdoba con uno de sus mejores amigos, compañero de escuela y de equipo. Desde ahí continuó la travesía por Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá y Costa Rica, entre otros países. “No sabía exactamente lo que buscaba. Sentía que algo no me cerraba en la ciudad. A partir de eso, empecé a caminar el mundo”, explicó.

Esa búsqueda lo llevó a conocer gran parte de América Latina, a vivir con lo que llevaba puesto, a trabajar para alimentarse y a conectarse con diversas culturas. “Me llevó a abrir la cabeza. Salí de mi burbuja social de Buenos Aires. Ese cambio de perspectiva me condujo hacia un despertar espiritual. Empecé a encontrarme conmigo mismo”, afirmó.
Intentó desprenderse de lo material y de su estilo de vida anterior. Aprendió a hacer malabares con pelotas, clavas y fuego. También vendió pulseras, artesanías y comida que él mismo preparaba. “Dormía en la calle, viajaba y subsistía con lo que había”, aseguró.
Sin embargo, mientras recorría Costa Rica, recibió un llamado especial: el de su papá. Había pasado un año y medio desde su partida. “Él estaba preocupado. Me dijo: ‘¿Por qué no te venís? Te saco pasaje ida y vuelta’. Para no molestarlo, acepté”, contó.
“En el trayecto del aeropuerto a mi casa, hablamos mucho. Nos dimos cuenta de que, en cierto modo, los dos estábamos transitando caminos similares, desde lo espiritual. Esa charla tan profunda, en medio de la autopista, nos llevó a pasar la salida. Mi papá entendió que yo no estaba perdido. Ese era su miedo. Y ahí nos reencontramos”, recordó.
Luego regresó a Costa Rica para continuar el viaje en solitario. Comprendió que no deseaba pasar tanto tiempo en las ciudades. “Noté que incluso entre los viajeros se repetían ciertas rutinas. Algunos trabajaban solo para pagar hospedaje; otros buscaban comida o drogas. Cada quien estaba en lo suyo”, observó.

Lo que él buscaba era vivir más tiempo en la naturaleza. “Ahí nació mi vínculo con la sustentabilidad y la regeneración. Eso me conectó con otra gente. Aprendí sobre los ciclos de la naturaleza, el consumo y la productividad”, afirmó.
Durante casi dos años recorrió Centroamérica. Conoció Panamá, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. En Panamá lo visitó su padre y pasaron diez días juntos en la calle. Julián Weich viajó con una mochila para compartir la experiencia de su hijo. Mientras Jerónimo hacía malabares, Julián pasaba la gorra. “A él le gusta esa libertad cuando nadie lo reconoce. Fue una oportunidad increíble”, recordó.
Ambos vivieron un proceso personal distinto, pero complementario. Jerónimo se sintió atraído por la naturaleza, el medioambiente y la vida comunitaria. Julián se inclinó hacia la solidaridad, la conciencia social y causas como las que impulsa desde UNICEF. Los une una vocación social, aunque cada uno la expresa en su ámbito. “Cada quien en lo suyo, pero siguiendo el corazón y haciendo el bien. Así fue”, reflexionó Jerónimo.
Hace tres años decidió regresar a Argentina. Se instaló en el Valle de Traslasierra, en Córdoba, junto a su novia y sus dos gatos, en una casa construida por ellos con técnicas de bioconstrucción. Esta filosofía prioriza materiales naturales, recursos locales y eficiencia energética. Busca espacios saludables para las personas y para el planeta.
Utiliza materiales como adobe, tierra cruda, paja, madera, bambú, piedra, cal y barro.
También forma parte del Consejo de Asentamientos Sustentables de América Latina (CASA), una red que integra movimientos, proyectos y agentes de cambio que promueven una vida en armonía con la Tierra.

Jerónimo también se vincula con Global Ecovillage Network (GEN), una red mundial de ecoaldeas con más de 30 años. Allí confluyen ciudadanos y comunidades que diseñan e implementan sus propios caminos hacia un futuro sustentable y solidario.
De cara al futuro, Jerónimo y su pareja tienen un proyecto más ambicioso. Quieren construir en su predio domos de barro tipo dormitorios, una cocina comunitaria y baños. Así recibirán personas para talleres y encuentros. “Queremos una comunidad de aprendizaje, como una escuela de oficios basada en la permacultura”, señaló con entusiasmo.
Y concluyó: “Queremos hacer un santuario del agua. Vivimos en una zona seca y hay mucho por aprovechar. Buscamos crear un paisaje regenerativo, con alimento y producción agroecológica, campesina y familiar. Es mucho trabajo, pero hacia allá vamos”.

