"Vean: se agarran de las manos. No se me suelten para nada y ¡cuidadito con andar haciendo loco!”, les ruega la mamá a los tres niños. Sin embargo, justo al bajarse del bus de Zapote, el más pequeñito sale corriendo y se cuela entre docenas de personas para entrar al campo ferial.
El niño va gritando: “¡Toros, toros!” y saltando y, diminuto como es, parece perderse entre ventas de churros y cajas de cerveza. La mamá debe estar acostumbrada, pues no se apresura para atraparlo. El chiquillo se trepa en la baranda de los carritos chocones y mira los golpes, los gritos y las sonrisas. Es 25 de diciembre, la luna es un rasguño, las ruletas de luces saltan en el cielo: es la noche más feliz del año.
Diez días de fiestas populares cierran cada diciembre en San José. Desde Navidad, el campo ferial ofrece algo para que todo el mundo disfrute y, si no, alguien lo inventa en alguno de las decenas de toldos. El redondel de toros pasa repleto, pero miles solo vienen a comer churros, a bailar merengue y a asomarse a la ciudad desde las alturas del “barco pirata”.
Este año los toldos se dispusieron de forma más dispersa, de modo que no se generan las aglomeraciones usuales. Al fondo, se escucha una interpretación criminal de Cucurrucucú paloma –para eso es el karaoke –. Una pareja baila merengue en media calle, frente a La Caribeña.
Con los dedos llenos de algodón de azúcar, una niña se sube sobre los hombros de su papá y mira desde arriba los vigorones desmedidos, las montañas de chop suey y los vasitos plásticos de cerveza arrugados en el suelo. Quizás llegue el día cuando los ticos usemos los basureros, pero este año no fue la ocasión.
“¡Aquí está la carne más yiiica de Zapote!”, grita Juan Valverde, un vendedor orgulloso de su arte. Algunos de los cocineros admiten que este año no se ha vendido tan bien como otros años, pero esperan que repunte la afluencia de gente conforme se acerque el fin de año. Comida sobra: las manos de las cocineras no descansan nunca, saltando entre pupusas y mazorcas dulces.
Con su chaqueta de cuero ajustada y el pelo esculpido con precisión, un muchacho sube a su novia a una monumental Mujer Maravilla que gira sin parar. Abajo, le decía a la chica que no se preocupara, que era “suave”; en cuanto toma fuerza la máquina, es él quien se aferra más fuerte a las barras de seguridad, y la chica grita y se ríe de verlo asustado.
Costumbre de Zapote: la temible Tagada, ese disco mecánico al cual uno se sube a golpearse con cada sacudida de la máquina. Alrededor, docenas de personas riéndose y chiflándoles a las muchachas que caen en los regazos de desconocidos.
El pequeño José Pablo no quería montarse solo al carrusel de caballitos. Llora cuando su papá se aleja, tanto que lo obliga a acompañarlo durante la primera vuelta; en un par más, ya se ha convertido en jinete, con sombrerito de vaquero atado al cuello.
El Tope Nacional no termina en La Sabana, aunque allá dejen de desfilar los caballos. El tope del 26 de diciembre desemboca en los chinamos, donde los shorts de mezclilla, las talladísimas camisas de cuadros y las botas de cuero labrado brillan más. Kerling Gómez y Danny González son dos de los múltiples cantantes que animan las fiestas, dedicando rancheras y cumbias a una fiesta imparable.
El show del Indio, en el toldo Imperial, es algo que debe experimentarse en vivo: con una voz de inexplicable energía, imita, a su modo, la voz que la canción le exija: de Marfil a Juan Gabriel, de Los Ángeles Azules a Los Tigres del Norte, nada lo intimida. “¡El que no grita es mío!”, exclama y se contonea con la ranchera.
Por allá, un par de tipos pasados de tragos se pelean. Un caballero con bigote de cantante de salsa ochentero saca a bailar a su esposa: le pide el baile como si fuera la primera vez. Por allá, se ve más bien a una chica reclamándole al novio con el celular en la mano. Nadie se muere por un amor que no le conviene: suben de la mano a la tarima del bar.
Otra tradición de Zapote: la “zona rosa”. Al oeste del campo ferial, en uno o dos bares, se forma la “calle gay”, donde las transformistas rifan cervezas entre chistes y risotadas. Este año, el bar Arco Baleno fue uno de los afectados por la clausura temporal de seis bares por el Ministerio de Salud por contaminación sónica. “Pienso que fue un poco ridículo. No son las doce de la noche ni la una de la mañana. Pienso que es un poco de fobia”, lamentó el Dj Marco Luca.
En el balcón de People, uno de los concurridos “megabares”, los fiesteros brindan por el año que acaba. Desde la baranda, la espuma de las canciones se confunde con los brillos multicolores de las torres mecánicas. ¿Qué hace la gente cuando no es diciembre?