Quien diga que las aficiones no se heredan, debería conocer a la pequeña Tamesys Makelly, una verdadera adepta del ritmo.
Despertarse un 27 de diciembre, a las 2 a. m., y viajar en una microbús de Cañas a Desamparados –un simulacro de desierto por las altas temperaturas– sería suficiente para poner a cualquiera de mal humor; a cualquiera, menos a la niña de 7 años que inhala y exhala el sabor de la comparsa.
Ella creció entre bombos y redoblantes, entre giras y carnavales, entre el sudor del baile y las plumas de los trajes de su mamá, Stephannie Martínez.
Su padre, Allan Guzmán, es el dueño de la comparsa Cuambialegres. La formó ocho años atrás para complacer el capricho de bailar de quien era entonces su novia.
A Tamesys nadie le enseñó a mover las caderas con gracia, pero la tiene, tanto que sus rodillas y sus pequeños muslos se mueven por acto reflejo cuando a 200 metros de donde está estacionada la buseta suenan, a todo volumen, los ritmos pegajosos de una móvil.
Cuatro años tenía cuando usó su primer tocado de plumas. “Yo le decía a mi mamá que quería bailar, ser modelo y bailar en una tarima”.
”En la casa, a veces, juego de esto (a ser bailarina de comparsa) y también practico, sola, sin música”. En ocasiones, a este juego se une Jamesys, quien sigue al pie de la letra los pasos de Tamesys, su hermana dos años mayor.
La sonrisa de la chica es tinta indeleble cuando, por fin, llega el momento del espectáculo. Ella luchó por este momento durante todo el año, pues es un premio por sus buenas calificaciones del segundo grado de la escuela.
Los efectos del sol, las pocas horas de sueño y el hambre lograron vencer las fuerzas de Tamesys, y a la mitad del desfile su mamá tuvo que correr para que la niña no se descompusiera. Pero bien dicen que pueden más las ganas: cerca de la Villa Olímpica ya bailaba otra vez.