El instinto es la costumbre de otros que traemos al nacer. No nacemos con un pan bajo el brazo pues esto sería una incomodidad previsible; además, ello daría motivo al primer lío de familia del neonato porque los padres o los cinco tíos –quienes nunca faltan– podrían reclamar al bebé por qué no trajo una mano de pan, o una baguette (nombre que, oído, parece una definición de “diputado ocioso”), o, si no –ya que estamos casi puestos en el veterano idioma del Lacio: id est, el latín–, por qué el neoniño no se apropincuó con una pizza familiar ya que para eso vino: para ser parte de la familia.
Esas circunstancias son asaz desagradables y siempre crean traumas froidianos en el niño; es decir, uno de esos psicotraumas que las personas sanas ignoramos que sufrimos hasta que leemos a Sigmund Freud.
Volviendo a las demandas familiares hechas contra el recién nacido, este, de la sorpresa, se queda sin palabras, de modo que no puede explicar que, en realidad, lo que él ha traído no son panes, sino instintos; o sea, la primera herencia que recibe de su familia y que a veces es también la última (no la última familia, sino la última herencia).
Claro está, después llega la hora del desquite, y, en vez de sufrir quejas por no haber traído un pan, al niño hay que dárselo hasta que crezca –y un poco más allá–. Esto es lo que se llama la “ley de las compensaciones”; es decir, la venganza santificada por el verbo de la sociología.
Por supuesto, se ha discutido mucho si los seres humanos nacemos con instintos ya que los instintos visten mal a la vanidad del Homo sapiens. Para algunos filósofos, los instintos son algo así como los autos robados que nos han puesto en el sótano del subconsciente.
Cuando el siglo XIX estaba por cambiar de número, el estadounidense William James publicó sus Principios de psicología. En este libro argumentó en favor del innatismo; o sea, en favor de la idea de que llegamos al mundo dotados de instintos, que nos hacen mamar, agarrar, llorar y trepar –instinto este que, ya desarrollado, revela cierta tendencia a cierta política–.
Como explica el zoólogo Matt Ridley (Qué nos hace humanos, capítulo II), William James insistió en que la mujer siente el instinto parental más que el hombre. James reconoció así el instinto materno en el ser humano femenino, negado hoy por el pensamiento mágico.
William James resultó así la bête noir (bestia negra) de la tendencia opuesta, el conductismo extremo, para el cual el cerebro humano es una tabula rasa (tabla rasa) –pero admitamos que algunos cerebros juegan en favor de aquella hipótesis–.
Con los años pasa el tiempo, y se ejecutaron experimentos que probaron la existencia de los instintos. Si no los hubiere, el ser humano no habría sobrevivido cuando carecía del lenguaje verbal con el que comunica hoy sus necesidades. Claro está, los instintos no lo son todo: el resto es cultura –el hermoso freno que la civilización pone a la naturaleza–.