Como bien sabemos sus lectores, adentrarse en los libros de Guillermo Barquero significa ingresar en un purgatorio espiritual en el que el aprendizaje siempre va de la mano del despojo.
Pacientemente, por medio de una obra en la que destacan magníficas novelas como El diluvio universal y Combustión humana espontánea , Barquero ha logrado construir un mundo de contornos inciertos sobre el cual sus personajes deambulan a la deriva, despojándose en el camino de las cadenas que los atan a la sociedad y a sus reglas. Solo perdiéndolo todo, parecen susurrar sus libros, podremos llegar a reconocernos algún día en la imagen trazada en el espejo.
Es en relación con esta poética de la pérdida y del despojo que hemos de leer Derrame de petróleo en Lesotho , su nueva novela, en la que Barquero se adentra en los ruinosos paisajes africanos de Lesotho, para, desde allí, narrar una potente historia sobre la muerte y el duelo. Una historia sobre los límites de la memoria y la llegada del temible olvido, escrita con esa visceralidad poética y esa precisión quirúrgica que han terminado por convertirlo en uno de los grandes prosistas del continente.
“Lesotho es un territorio de pérdida”, nos dice el narrador de la novela y el lector intuye que si esta novela costarricense ocurre tan lejos de casa es porque es allí, en África – ese territorio límite en el que la modernidad se encuentra con sus propias pesadillas– donde Guillermo Barquero halla las imágenes necesarias para representar la tragedia personal que persigue a su protagonista.
Es pues esta la sutil historia de una huida: la historia de un hombre que busca el olvido en una tierra lejana y que solo encuentra el acecho de una memoria familiar que se niega a dejarlo vivir en paz. El relato de un hombre marcado por la muerte de su amada y de su hijo, de su hermana y de sus padres, que busca entender su pérdida en un país en el que la muerte se ha vuelto omnipresente.
Lesotho, país en ruinas, colmado por esos enfermos terminales de sida que el narrador ayuda a censar y a fotografiar, se convierte así en la imagen perfecta para una novela que crece con la fuerza poética de las más potentes plagas y de los peores fuegos, guiada por un narrador que, poco a poco, comprende que tal vez la plaga más temible sea el olvido.
Como me ocurre con muchos libros de Barquero, leyendo Derrame de petróleo en Lesotho he recordado aquella maravillosa sentencia de Dostoievski en Los hermanos Karamázov : “Es terrible que la belleza no solo sea algo espantoso, sino, además, un misterio”.
Los textos de Barquero siempre se construyen en torno a esa sutil frontera que divide la belleza del espanto, el arte de la ciencia, el amor del dolor, la cultura de la naturaleza.
Paradójicamente, mientras sus protagonistas más se arriesgan a perder su humanidad, adentrándose en los laberintos del despiadado mundo animal, más patente queda que de esta forma lograrán reconocerse en el misterio que subyace a su extraña humanidad. Solo luego de perderlo todo, llegando a ese límite que amenaza con convertirlos en bestias inhumanas, lograrán entender la belleza que se esconde tras tanta barbarie.
Esta nueva novela de Barquero remite así a una gran tradición donde la belleza y la crueldad comulgan: desde las novelas de Yukio Mishima hasta las diatribas de Thomas Bernhard, pasando por El hombre aparece en el Holoceno , de Max Frisch, hasta llegar a Farabeuf, de Salvador Elizondo, Derrame de petróleo en Lesotho se inscribe dentro de una tradición que lleva el humanismo a sus límites y que no teme reconocerse en sus reflejos más crueles.
Bella novela sobre el duelo y la memoria, sobre la muerte y el olvido, este nuevo libro viene a confirmar lo que algunos ya sabían: que Barquero es uno de los narradores contemporáneos más singulares y arriesgados, autor de una obra que abre caminos y poéticas. Literatura para lectores valientes, no me cabe duda que la suya está destinada a permanecer, pues en ella se esboza una arqueología de la emoción humana.
Derrame de petróleo en Lesotho retrata ese purgatorio en el que la modernidad se mira finalmente el rostro en el espejo y ríe aterrada, consciente de que solo a través de esa risa podrá finalmente comprenderse a sí misma. Consciente, como su protagonista, de que el proceso de duelo es largo y que al final del día lo que queda es reconstruir, desde las ruinas, la imagen familiar que nos regrese al mundo que perdimos.