Baja la luz. Silencio. Se oye, lejos, una sirena de policía, las olas del mar, el silbato de un tren, una ranchera o una tonada de la guerra civil española. Costarricense, actriz, estoy encerrada en una jaula de un hospital de Kansas…, frente a un tribunal en Veracruz…, ante el Congreso de la Unión de los Estados Unidos Mexicanos. Directora, miro a cuatro mujeres en una estación de tren abandonada o a unos niños aterrorizados en un barco con rumbo a lo desconocido.
La mujer que cayó del cielo, La isla de la pasión, Mujeres que beben vodka y Los niños de Morelia, de Víctor Hugo Rascón Banda –presidente de la Sociedad General de Escritores de México durante muchos años–, son radiografías de su época, de su geografía y de sí mismo, formas de encontrar el sentido de la vida invivible que nos cayó en destino vivir. Son obras en las que actué o que dirigí.
Un día de 1999, de incógnito, el autor viene a ver La mujer que cayó del cielo, producción de la Compañía Nacional de Teatro y Ubú-Sí Productores. Los actores estamos nerviosos sin saber por qué. Rascón hace fila en la boletería sin identificarse, pregunta por el autor y se entera de que es un abogado mexicano que lleva sus casos de la Corte al teatro.
Le emociona ver en el vestíbulo jarrones con calas, un mapa de Chihuahua y fotos del personaje real, Rita. Es una función con un foro sobre la locura, la psiquiatría, la medicación. Al final, la psicoanalista Ginnette Barrantes le envía un aplauso a México, y él, teatral hasta los huesos, se levanta y lo agradece de cuerpo presente. Emoción en el teatro.
Con Manuel Ruiz, Ana Muñoz, Jean Martén, Juan Carlos Calderón, Mauricio Astorga, Abelardo Vladich, José Montero, Ana Muñoz, Emilio Aguilar, Enrique Garnier y Rolando Trejos, compañeros de La mujer que cayó del cielo, viajamos con nuestra jaula en barco, rodeados de leones marinos, hasta la mágica Chiloé. La cargamos hasta un anfiteatro clásico en el centro del bosque en Olimpia. La atornillamos en un teatro gigantesco en Tijuana. La construyen en el Teatro La Gaviota, donde somos propuestos al Premio Florencio Sánchez como Mejor Espectáculo Extranjero por el Círculo de Críticos del Uruguay. En Bélgica nos consiguen una jaula de hierro redonda de una garza del zoológico.
Yo nunca había visto un tarahumara, no sabía de la isla de Clipperton ni de los niños republicanos enviados a México, Rusia y Chile. Conocí historia y mundo por estas obras, llenas de documentos, fechas, nombres, actas de juicios y expedientes médicos porque parten de hechos históricos.
En ellos me descubro tarahumara, isleña, bebedora de vodka, niña de Morelia. Me descubro hablante de una geografía, de un lenguaje y de una época que me pertenecen. Descubro que el cuerpo, la emoción y el pensamiento de una actriz, trabajados profesionalmente con años y pasión, pueden dar voz a la india tarahumara pobre, indocumentada, con un mundo interior tan infinito como su cultura milenaria, asesina de su marido, madre de seis hijos perdidos, capaz de caminar miles de kilómetros hacia ninguna parte y sufrir años de medicación psicotrópica sin su consentimiento porque, al hablar solo tarahumara, la consideraron retrasada mental.
Pueden denunciar los horrores del sistema patriarcal. Pueden descifrar intertextos, multiculturalidades, transdisciplinariedades, umbrales del teatro contemporáneo. Tengo la gracia divina de experimentar –desde la magia y el silencio de la escena teatral– vidas en las que viviré para siempre.