Víctor Hurtado Oviedo
En aquellos paisajes, las carretas se pintan solas. Han traído tan lentamente los colores bajo el imperio del Sol, que todos se han quedado a descansar a la sombra blanca de la cal sobre el adobe. ¿Para qué mudarse de cuadro si aquí nunca llueve y el mediodía dura toda la tarde?
En la pintura, ese paisaje típico tuvo su gran maestre en Fausto Pacheco Hernández (1899-1966), y el Museo Calderón Guardia ha querido recordarlo con una exposición de 53 piezas que integran también obras de Ezequiel Jiménez, Teodorico Quirós, Manuel de la Cruz González Luján, Francisco Amighetti, Enrique Echandi, Dinorah Bolandi, Margarita Bertheau, Isidro Con Wong y Rafael Felo García.
La muestra se titula Fausto Pacheco y otras apreciaciones estéticas del paisaje costarricense. Todas las obras son propiedades de la Caja Costarricense del Seguro Social que habitualmente cuelgan de paredes de oficinas y hospitales.
El curador de la muestra es Luis Rafael Núñez Bohórquez, director del museo, quien expresa: “Invitamos a los costarricenses para que, viendo estas obras, reflexionen sobre nuestra identidad nacional”.
En la muestra se perciben variaciones de las miradas al paisaje: primero, una ejecución académica, más precisa, como en un cuadro de Tomás Povedano; luego, la típica casa de adobe con carreta; por fin, escenas de personas en aldeas, y técnicas más modernas, de inspiración onírica, ingenua o abstracta.
Primeros tiempos. El paisaje estuvo visible en el arte de Costa Rica ya a finales del siglo XIX, pero la ejecución y las escenas elegidas debían mucho al academicismo de entonces, hasta el punto de que los paisajes costarricenses parecían ser lugares sin domicilio conocido.
Así, con voces de otros tiempos, nos hablan Amanecer (sin fecha), óleo de Enrique Echandi (1866-1959), y Paisaje (s. f.), de Ezequiel Jiménez (1869-1959). Las ejecuciones son impecables, aunque impersonales, y de un cuadro podría emerger un héroe griego, y parece que, en el otro, la ninfa de un río ha huido para trabajar en las Soledades de Góngora.
Más detallada, más “fotográfica”, es Ramacho (s. f.), preciosa casi miniatura (30 x 18 cm) del maestro español Tomás Povedano (1847-1943). De alegre sobriedad, de alarmante precisión (a los minigallos solo les falta cantar un aria en güipipía), esta obra se acerca ya a nuestro país. Su ejecución es clasicista (si se quiere), pero también es un anuncio de su propio fin.
Para que el academicismo muera dulcemente hará falta que nazca el muralismo mexicano ( el expresionismo americano), y hará falta que nuestra Generación Nacionalista pase sobre los cuadros arrastrando su incendio de colores.
Ezequiel Jiménez será un puente entre el academicismo y el furor cromático del nacionalismo pues fue maestro de Fausto Pacheco y de Teodorico Quirós (inventor de esa eternidad llamada El portón rojo ).
Pacheco, Quirós y otros jóvenes de los años 30 saldrán a tomar el sol a través de sus lienzos; cultivarán el “plenairismo”: la pintura hecha a pleno aire. Esto ya no era novedad (había nacido en Europa en el decenio de 1860), pero en Costa Rica sirvió para que el viento, la luz y los milagros del talento individuales reinventaran el paisaje.
Carrusel de elementos. Los motivos de las composiciones se fijaron pronto. Casi todas las escenas correspondían al Valle Central. La vegetación decía “¡presente!”, mas no gustaba de invadir el lienzo. Las nubes eran de algodón pendiente del azul del cielo. Las tormentas nunca llegaban o se iban a enturbiar la melancolía de otros cuadros.
Los pinceles construían casas o casitas de adobe con una mirada diagonal, situada desde abajo. Las tranqueras insinuaban la próxima visita de vacas o caballos. Las carretas no trotaban, los portones no se abrían y la gente nunca se asomaba, de modo que el paisaje hablaba solo con sí y ahora habla con nosotros.
En otros casos, la casa se mudaba para que mirásemos un puente de piedra (de Grecia), azul, inmóvil sobre su río flotante: puente que llevaba a ninguna parte a gente que no pasaba. Esto se aprecia en Puente de piedra I y II , de don Fausto. Las montañas azules eran telones de fondo que no caían: subían.
“Es constante la falta de personas, pero su presencia se intuye por el humo de una chimenea o por los aperos de labranza”, opina el director del museo.
La exposición reitera los motivos visuales: en parte porque eran los iconos que la gente pedía (el árbol, la cerca...), y en parte porque Fausto Pacheco pintaba casi industrialmente: unas diez acuarelas al día, con cuya venta ayudaba a sostenerse.
Tierra y mar. Algunas acuarelas indican una ejecución presurosa: de pane lucrando (trabajando por el pan), posiblemente hechas en los momentos de depresión que –no es un secreto– llevaban al artista al Hospital Psiquiátrico.
De cualquier modo, el sentido de las proporciones, la convergencia de los elementos típicos, y hasta la atenuación de los colores, confirman que un artista conducía la mano que moldeaba estas figuras hechas solo con relieves de colores.
Pacheco ejecutaba los cuadros más grandes por encargo, como Reflejo en el poniente (1942). Sus 78 x 200 cm impresionan, y así, por su tamaño, parece un paisaje que se sale del paisaje.
Sin embargo, a la par se aprecian cuadros pequeños, como Paisaje de Escazú (s. f., 29 x 37 cm) y Galera en la cumbre (20 x 25,5 cm). Este es el hermano menor de El portón rojo pues comparten los brochazos sencillos, generosos, necesarios, como salidos de un cuadro de pocas palabras. “Las pinturas pequeñas son las joyas de esta muestra”, sentencia Luis Núñez Bohórquez.
En otra sala se exponen tres pinturas marinas, captadas en Caldera (la segunda es serenamente hermosa, sin palmeras de postal).
Sí; son raros ejercicios marinos, que Pacheco no frecuentó, quizá porque lo llamaba el refrescante calor de la meseta: el Valle Central era su barrio; Heredia, su parque; Barva, su esquina. “Don Fausto nunca pintó Guanacaste”, anota el director del museo.
Otros cielos. De algunas paredes salen a visitarnos otros estilos, otras presencias. Aunque de 1934, Paisaje de Escazú (óleo sobre tela) es una pintura de Teodorico Quirós habitada: bien nos miran una mujer, tres hombres y una mula.
Margarita Bertheau nos legó una Marina (1970), acuarela que solo necesita unas pinceladas de agua para cubrir un mar. Los rayos del Sol son los únicos pasajeros que suben a dos botes.
Sobre una tierra feraz, Dinorah Bolandi cultiva otro encanto: Paisaje de Escazú (óleo, 1981). Este es un gozoso mundo abierto, de colores planos, mas de tonos incontables y delicados que ofrecen todos los acentos cromáticos como si estas montañas pronunciasen la palabra “verde”.
De Francisco Amighetti reposan tres obras: Al pie de la montaña (acuarela, 1985), Paisaje natural (acuarela, 1992) y Paisaje de iglesia y pueblo (óleo sobre madera, 1974), pintura esta naïf , de colores habladores, que (curiosamente) presenta el retrato de una mujer hecho detrás de la misma tabla.
Muy, muy diferentes son los paisajes de Isidro Con Wong y Rafael Felo García. De Isidro Con vemos Toro buey con crías (óleo, 1987): tonos de alto contraste, noche luminosa de luceros lustrosos, ingenuo cruce de Marc Chagall con Henri Rousseau trazado para una postal china de Guanacaste.
De Felo García apreciamos La noche (acrílico sobre madera, 1966), que nos conversa con una sola palabra: la de su título. El paisaje es todo síntesis: un fondo negro, un Sol nocturno y una línea quebrada, blanca y horizontal como una ciudad lejana que flotase sobre el fondo de un universo sin tiempo.
Fin y permanencia. El historiador del arte Edgar Ulloa Molina nos dice: “El paisaje de adobe y carreta no se extinguió pues gran cantidad de pintores de diversa calidad explota estos motivos. Sin embargo, ya en 1936, en el diario La Hora y en el contexto de una famosa polémica con Abelardo Bonilla, Francisco Amighetti pronosticó la decadencia de este motivo. Según Amighetti, aquel paisaje degeneraría en ‘pintura digna de la Junta de Turismo’ debido a que pocos pintores poseerían la facilidad técnica de Quico Quirós”.
El apogeo del paisaje con casa y carreta sufrió de éxito: gustó tanto que se repitió demasiado, y llegó a haber más carretas en las pinturas que pinturas en las carretas.
Aquel paisaje quieto, ideal, tan propio, fue la presencia del campo en la ciudad cuando el campo y la ciudad aún se cruzaban los saludos dentro de la ciudad como dos vecinos que levantasen a la vez sus sombreros de acuarela.
Aquel tiempo se fue a bordo de las carretas, pero, sobre sus caminos sin asfalto, el tiempo dejó las huellas por las que seguiremos la historia de nuestra pintura y, de paso, nuestra historia.