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El esqueleto de oruga, usado en el alegórico título, es en la novela la cicatriz deforme de una operación que pretendía remover un tumor aparecido en la infancia.
La deformación y la enfermedad, dice Barquero, es inevitable en una máquina compuesta por un “amasijo de partes que difícilmente podría tener relación entre ellas en otras circunstancias”.
En esta novela corta, las partes de esa máquina narrativa son Calero, microbiólogo, y Rocío, secretaria de la Universidad, enlazados por impulsos obsesivos y falsas expectativas. De la relación que nace entre ellos, Calero espera una especie de salvación, un completarse a sí mismo que le evite el castigo repetido de su dos obsesiones: “La ciencia, que ahora se me aparece como el ineluctable estudio de la deformidad, y la literatura, que es el epítome de la mentira”.
El gancho inicial, el interés por Rocío, lo despierta el repiquetear de sus dedos con un sonido de insectos sobre las teclas de su máquina de escribir, en el que Calero vagamente percibe una posibilidad de relevo y salvación de una novela compulsiva, que más que escribirla, se ha venido alimentando de él como un tumor.
La relación, torpe y construida sobre bases falsas, que pareciera prometer alivio a las heridas de infancia, termina por inundarse de la misma pestilencia que pretende evitar. En el mundo monomaníaco del protagonista, la enfermedad, el mal funcionamiento, ocurren porque hay una obsesión que los propicia. Sobre la realidad se expande, como una infección incontrolable, la literatura, que es también la reelaboración y el autoengaño.
En ese mundo inoculado por la falsedad deliberada es natural que el microbiólogo termine siendo un obseso vengativo atrapado por temores imaginarios.
En este libro la literatura es enfermedad y la enfermedad es literatura; y a veces, si se le da espacio suficiente, la literatura mata.