Salvador Novo, Cronista de la Ciudad de México, dijo que en su país se han fraguado las salsas que elevan el acto zoológico de comer al rango divino de la obra de arte; y que allí convergen todos los vientos apetitosos de la gastronomía universal, enriquecida desde el siglo XVI con los frutos y las semillas del Anáhuac. La declaratoria de Patrimonio de la Humanidad para la cocina mexicana ha venido a confirmar su dicho. También lo atestiguamos los costarricenses, particularmente inclinados hacia sus mágicos sabores.
Si miramos atrás, no es de extrañar que a los ticos nos encante la comida de México. Su historia en Costa Rica tiene varios capítulos, que van desde la época prehispánica hasta la actualidad. Antes de la llegada de los españoles, hasta aquí venían los mercaderes aztecas, y también hubo grupos provenientes de allá que se asentaron en nuestro suelo.
Si emprendiésemos la tarea imposible de definir su sabor, diríamos que México sabe a maíz y, sobre todo, a tortilla; pero no a cualquier tortilla, sino a las que vemos en las canastas de los Lienzos de Tlaxcala y las que palmean mujeres hieráticas en las obras de Diego Rivera. Sin embargo, también resumen el sabor de México las de los gustosos tacos de pequeños puestos callejeros situados en cualquier parte de ese país de contrastes extraordinarios. Hoy sintetizaremos el abrazo colorido y aromático de las mesas mexicana y costarricense en la tortilla que se atavía de “taco” y de “gallo”, variaciones del mismo tema (quizás incluso lingüísticamente).
El taco. “Taco” es una transformación del náhuatl “quauhtaqualli”. Su definición más básica señala que lo conforman tres elementos: la tortilla (que suele enrollarse sobre sí misma), el relleno y la salsa, una trilogía casi sagrada en la gastronomía mexicana.
En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo documentó la primera “taquiza” (comida colectiva en la que reinan los tacos). Hernán Cortés la ofreció a sus capitanes en Coyoacán. Fue un festín con varios cerdos traídos de Cuba acompañados con cientos de tortillas. Desde entonces, los tacos simbolizan un aspecto de la identidad del pueblo mexicano.
Uno de los vehículos de influencia sobre nosotros de la mesa mexicana ha sido el cine, donde desde siempre nos tientan con ollas que prometen delicias. En la película Primero soy mexicano (1950, melodrama dirigido por Joaquín Pardavé), el centro mismo del conflicto es la comida.
El banquete que ofrece don Ambrosio para recibir a su hijo Rafael (encarnado por Luis Aguilar) incluye seis guajolotes (chompipes), tres corderos, cuatro cerdos y una ternera. El abundante condumio representa la mexicanidad, en contraposición con la comida estadounidense, a la que está apegado Rafaelito, quien estudia medicina en los Estados Unidos.
El nuevo doctor señala con altanería que hay que reconocer los defectos de la alimentación mexicana y repudia las tortillas, por “pesadas y burdas”, mientras rechaza unos humeantes taquitos. Pasarán semanas antes de que regrese a la comida criolla de su infancia.
Finalmente, cuando Chonita, la cocinera, le dice que para cenar hay “chicharrón con chile verde”, él le pide que le prepare con ello un taco, símbolo de su regreso a la mesa del pueblo; es decir, su reconciliación con su identidad mexicana. A partir del momento en que come el taco, el hijo pródigo vuelve al regazo de la patria.
Tacos y “gallitos”. El taco –icono de la cocina de México– es uno de los lazos de unión entre la mesa mexicana y la nuestra. Históricamente, el “gallo” ha de haber sido de consumo frecuente en la vida cotidiana de nuestros chorotegas. Entre ellos brillaba su principal componente, la tortilla, y abundaban otros productos nativos, nombrados con vocablos de la lengua náhuatl, infaltables también en las cazuelas de México. Desde entonces, esos sabores se encuentran en nuestra “memoria genética”.
Como el taco, el “gallo” es una tortilla que envuelve prácticamente cualquier cosa: torta de huevo, frijoles molidos, picadillos o carnes, y ha sido la representación culinaria de la hospitalidad costarricense.
Sin tortilla no hay verdaderos “gallo” ni “gallito”, igual que sin ella no podría existir el taco. Ambos comparten asimismo la virtud de convertirse en un alimento fácil de transportar, por lo que han figurado en las raciones de campesinos y soldados desde mucho antes de que los europeos llegasen a América.
Cómo vinieron los tacos. La influencia en nuestro país de la comida mexicana moderna se sentía desde fines del siglo XIX. La preparación de varios platillos a la usanza de las cocinas regionales de México figura en cuadernillos manuscritos y en periódicos de la época, así como en el libro La cocina costarricense, de Juana Ramírez de Aragón. El taco se convirtió en el primer antojito mexicano de consumo masivo.
Adelantada su llegada por la ancestral popularidad del “gallo” –que nos preparó el paladar para recibirlo–, el taco ganó fácilmente la predilección de nuestros compatriotas. Incluso en su variante de “taco dorado” (la tortilla bien arrollada y frita), dio pie para el nacimiento del “taco tico”.
Como suele ocurrir con algunos platillos de indudable vocación universal, la historia del taco aquí es bastante sorprendente. Apareció a mediados del siglo XX –junto con la mencionada película de Pardavé– con el auge de la antigua plaza Solera, en Barrio México, adonde los toreros mexicanos iban a deleitar a los amantes del arte taurino.
Sin embargo, no fue un mexicano quien abrió las primeras taquerías, sino un inmigrante yugoeslavo, de origen croata, que vino de México. El nombre de aquel emprendedor europeo era Iván Ivaniseviç, aunque todos le decían “Manichevich”.
Ivaniseviç puso la primera venta de tacos cerca del Mercado Central, de donde salían a venderlos a la plaza de toros. El éxito fue enorme y pronto hubo sucursales. Rápidamente surgieron imitadores y con ellos lo que sería el “taco tico”, boca infaltable en cantinas y puestecitos de apenas una ventana que daba a la calle, en los que cada taco iba acompañado ya de repollo picado y varias salsas.
Mucho después vendrían los primeros restaurantes especializados en la cocina de México, algunos más auténticos, otros con comida “tex-mex” o lo que podríamos llamar “tico-mex”.
Abundancia de ayer y hoy. Es de notar el asombro de Hernán Cortés cuando hace cerca de 500 años conoció el mercado de Tlatelolco (“mujeres con sus cocinas al aire libre, que ofrecían guisos y atoles, dulces hechos con miel y el pan de maíz que llaman tortilla”), por su tamaño y por la increíble variedad de productos que ofrecía.
Esa misma sensación de incredulidad se repite al visitar los comercios mexicanos actuales, tanto de pequeña escala como los supermercados urbanos que venden también comidas preparadas, y no solo en México.
Como consecuencia de la globalización, es ya frecuente que aquí, como en otros países de alrededor del planeta, haya despliegue nutrido de productos mexicanos. Los hay en enlatados: desde salsas picantes hasta moles exquisitos; en cuanto a chiles: canastos de pasilla, serrano, jalapeño, piquines y otros; en artículos frescos, desde nopales hasta tomatillos verdes.
Diez años después de que la Asociación Cívico-Cultural Mexicana publicase su libro La cocina mexicana en Costa Rica con el objetivo de popularizar su gastronomía, las posibilidades de replicar con mayor autenticidad la recetas aztecas son ahora exponenciales.
La autora es periodista y escritora. Ha publicado libros de investigación sobre el arte culinario de Costa Rica y Centroamérica.