Pensé que había entendido a John Berger hasta que lo vi dibujando y conversando en la cocina de su casa. En el filme The Seasons in Quincy: Four Portraits of John Berger (2016), mientras la actriz y artista Tilda Swinton pela manzanas, Berger sigue en la modesta mesita disfrutando del tacto –la piel de la fruta, el rugoso lápiz–, de la vista –con esos ojos aún agudos, aún azules–, del oído, abierto siempre a quienes le cuenten historias.
Creí que lo había comprendido porque, como a muchos, sus libros me han impulsado a buscar más libros. En realidad, sus libros son ventanas al mundo material, el de allá afuera; sus críticas de arte son “modos de ver”, como tituló el programa televisivo de la BBC (1972) que lo lanzó a la fama y el libro posterior que propagó su particular visión de la historia del arte. Son modos de pensar.
Muchos críticos escriben por un sentido de obligación con su época: aquí están estos hechos que debo interpretar, estos signos que debo descifrar y diseminar para que el mundo se entienda mejor –o de otra manera–.
Otros escriben sobre arte porque los desborda: con la cabeza saturada de imágenes, como la espuma que desborda el vaso de cerveza o el jugo exprimido de un limón, propagan palabras en las hendiduras entre miles de imágenes que componen la cartografía visual de nuestra cultura.
John Berger escribe por ambas razones, pero, sobre todo, por una mayor, un sentimiento que se extiende a todas sus prácticas: un auténtico y profundo sentido de amor.
En su tierra natal, su nonagésimo cumpleaños ha despertado la usual reverencia por su obra; solo este mes, se publican cinco libros sobre él o su trabajo, y hay otro en camino, y este año se estrenó, además, The Seasons in Quincy . Este documental en cuatro partes nos muestra al Berger escritor y dibujante, al padre y esposo, al viudo y anciano, el hombre de campo y de mundo.
En la Francia rural que hizo su hogar en los años 60, se convirtió en el granjero de una obra peculiar y muy personal, una literatura furiosa contra la injusticia, tan apasionada que, más de una vez, sin dar en el blanco, sugiere trayectorias alternas.
Una forma de ver
A sus 90 años, John Berger es probablemente el crítico de arte más conocido y leído del mundo, aunque prefiere no cargar con ese título. “Siempre he odiado que me llamen crítico de arte”, abre su prefacio de Portraits (2015), una colección de ensayos sobre artistas y sus obras.
Es mejor pensar en Berger como alguien que cuenta historias, nada más. Ensayista, novelista, dibujante y poeta, es uno de los autores británicos más traducidos y discutidos. La mayoría de sus títulos, incluyendo Modos de ver (Ways of Seeing, 1972), Mirar (About Looking, 1980) y La forma de un bolsillo (The Shape of a Pocket, 2001) están disponibles en español, en versiones originales o como compilaciones de ensayos sobre fotografía, dibujo o arte en general.
Novelas como G. (1972), Puerca tierra (Pig Earth, 1979) y De A para X (From A to X, 2008) también han sido traducidas.
Es rara tal devoción por un autor cuya obra se consagra al arte y sus interpretaciones (una semblanza reciente se titulaba Cómo John Berger nos enseñó a ver ). Su influencia en autores como Geoff Dyer, Arundhati Roy, Teju Cole y Rebecca Solnit es evidente.
En lengua inglesa, quizá solo Susan Sontag haya tenido tal proyección hacia el público general desde sus ensayos de arte.
Lo acusan de meter la política en el arte, pero él dice que el arte lo llevó a la política. No hay mucho misterio en la política de Berger, pero sí frustración: es un marxista comprometido, comprometido con los oprimidos y la resistencia. Esa es la palabra clave: resistencia. Su pasión por destacar al oprimido, al excluido, al despojado, es magnética; su énfasis en combatir los mecanismos que reproducen la violencia desde el lenguaje parece cosa de otra época, pero urgente en esta.
En La forma de un bolsillo, a propósito del pintor español Miquel Barceló, escribe: “¡Imagina, de pronto, que el mundo material sustancial (los jitomates, la lluvia, los pájaros, las piedras, los melones, los pescados, las anguilas, las termitas, las madres, los perros, el moho, el agua salada) se rebelara contra la interminable corriente de imágenes que dicen mentiras sobre ellos y en la que están prisioneros! ¡Imagínate que, como reacción, exigieran su libertad frente a toda manipulación gramatical, digital y pictórica; imagínate un levantamiento de lo representado!”.
Berger no tolera que el consumismo devore nuestros modos de ver y transforme cada imagen en una imagen para el consumo, como si la sociedad fuera un mercado, y viceversa.
Posturas políticas muy explícitas pueden resultar alérgicas o desconcertantes para muchos lectores. En América Latina es conocido, en parte, por su diálogo epistolar con el subcomandante Marcos y sus retratos del exlíder del Ejército Zapatista (“Detrás del pasamontañas, bajo la nariz protuberante, una boca y una laringe que hablan de esperanza desde la quebrada. He dibujado lo que he podido”).
Cuando Berger ganó el prestigioso premio Booker por G., una aventura erótica y poética, donó la mitad del dinero al movimiento de las Panteras Negras.
La otra mitad financió el “único libro” por el que aspira a ser recordado: Un séptimo hombre (A Seventh Man, 1975), donde junto al fotógrafo Jean Mohr registra la existencia precaria de los trabajadores migrantes de Europa.
Un libro puede reverdecer todo el tiempo, pero que este florezca hoy más que nunca es doloroso.
Una forma de escuchar
Tal visión política del autor se arriesga a comprometer algunos de sus textos, cuando los lentes de la ideología distorsionan su mirada de ciertas obras hasta hacerlas irreconocibles.
¿Hasta qué punto se puede arrojar sobre ciertas pinturas de Caravaggio o Rembrandt una carga política ajena en sentido y sensaciones a ellas? ¿Es posible traicionar una obra y a quien la firma al proyectar sobre ambos una férrea visión de mundo tan externa, tan disonante?
Su acercamiento lo distancia de la teoría dura, la filosofía y la historia del arte (en su rama más purista), y muchas de sus visiones sobre artistas específicos se han superado o descartado.
Sin embargo, podríamos argumentar que Berger se aleja del dogmatismo al establecer la dignidad humana como principio vital de su política. El arte que lo mueve a escribir es el que la rescata y celebra.
Su crítica es muy consciente de lo material y de la historia, pero no venera un panteón prefijado por el prestigio (“Toda la historia es historia contemporánea”, escribe en su novela G., porque la historia debe vibrar en la mente de quien la escribe) . Berger no escribe de los “grandes maestros” solo porque ostenten ese título. Escribe de ellos porque su arte nos enseña a ver cada cuerpo y cada objeto como nuevo.
Así, rescata las imágenes de la cadena incesante del consumo: no todo se puede comprar y vender, no todo tiene un precio. Insiste en que hay otra historia que contar, aún hoy. Insiste en que otro mundo es posible.
“Cuando leemos una historia, la habitamos. Las cubiertas del libro son como un techo y cuatro paredes. Lo que ocurrirá a continuación tomará lugar entre las cuatro paredes de la historia. Y esto es posible porque la voz de la historia hace todo suyo”, escribe en Keeping a Rendezvous (1992).
Me hubiera gustado escribir este artículo en otro tono que no fuera el de carta de amor, pero fue mientras repasaba algunas páginas de John Berger que me percaté de que todos sus libros son exactamente eso.