Acostumbramos evocar la infancia como una etapa feliz de nuestras vidas. Ver a los niños nos provoca sentimientos de ternura y alegría, y así debe ser. Esto nos mueve a amarlos y protegerlos, pero no deja de haber mucho de ficción en esa idea que tenemos de la experiencia infantil.
Como nos lo recuerda de manera elocuente la pintora Sofía Ruiz en su exposición en los Museos del Banco Central (bajo la plaza de la Cultura), la infancia es también un ámbito lleno de incertidumbres, penas y temores; de sujeción a la voluntad de los adultos; de frecuente opresión emocional.
Los cuadros son de formatos medianos y grandes, y están pintados con una combinación de desgaire y precisión. Soltura expresionista en la presentación de las atmósferas que rodean a los personajes; atmósferas saturadas, intensas, incluso amenazantes. Precisión de retratista en las figuras y expresiones de los rostros. El resultado es estremecedor.
Muchos de los cuadros parecen estar basados en fotografías antiguas –incluso de otras latitudes–, en las que los chicos posan para un observador adulto que espera de ellos el candor y el encanto de la infancia. Embutidos en incómodos atuendos, capturados por una especie de nostalgia anticipada, los niños le devuelven al observador miradas resignadas, cuando no teñidas de desconfianza y resentimiento.
Las “maternidades”, las escenas de amor y ternura entre madre e hijo, son numerosas en la historia del arte. En los cuadros de Sofía Ruiz, las madres (y un padre) exhiben a sus hijos como trofeos, sin que exista entre ellos la menor conexión afectiva. Por el contrario, en esas escenas hay un clima de profunda tristeza. En el caso más dramático, una joven madre sostiene en su regazo un bebé cuya cabeza cuelga como la de un muñeco desvencijado.
Niños y niñas procuran aprovechar los juguetes que ponemos a su disposición para que sean felices. Usando posiblemente imágenes de revistas europeas y norteamericanas de la posguerra, la artista Sofía Ruiz nos los presenta con triciclos, bicicletas y otros vehículos de ruedas que o bien se traban o son demasiado grandes o demasiado pequeños. Los juguetes no remedian la impotencia.
La excepción en esa serie es un bello díptico que presenta a tres niños típicamente norteamericanos, rubios y contentos con sus juguetes y su perrito negro, pero incluso en ese cuadro sentimos una atmósfera de ironía e irrealidad. Hay otra excepción. Dos hermanas, tomadas de la mano y con sus corazones a la vista, nos miran con plácida inocencia. Están rodeadas, eso sí, por una tormenta de manchas y por flores extrañas y crispadas.
Conforme los personajes avanzan hacia la adolescencia, parecen hallar algún alivio en la coquetería, en la soledad, en una actitud desafiante, en el amor o en el sueño. Los adolescentes que nos presenta Sofía Ruiz son sobrevivientes de la infancia.
Al final de la muestra, como una rúbrica, la pintora nos interroga desde el lienzo con su propia mirada escrutadora. ¿Seguiremos por la vida con nuestra visión idealizada de los niños, o seremos capaces de ver la otra cara de la moneda, de sentir solidaridad y compasión por los duros trances de la primera edad? Esta exposición de Sofía Ruiz despierta memorias y sensaciones que no queremos evocar, y así completa nuestra percepción de la infancia como experiencia total.
En la fotografía: “Carreras”, Acrílico y óleo sobre canvas, 2013. Gesline Anrango.