
En una ocasión, Gabriel García Márquez le reveló al novelista Marco Tulio Aguilera que hay dos formas de escribir una novela: la suya es no escribir la segunda página si no está resuelta la primera, y no empezar una novela si no sabe como va a terminar. La segunda, que usa Vargas Llosa, es escribir torrencialmente novelas infinitas que luego reescribe hasta que queda satisfecho.
Gloria, en sus propias palabras, “convoca” y “da permiso de aparecer” a un cuadro cuyo tema no conoce y cuya creación dura el par de décadas que abarca la historia.
Este es el sistema vargasllosiano de crear: hacer primero, pensar después. Esta búsqueda de lo desconocido es uno de los temas centrales del arte, y quizá la parte mejor lograda de esta novela.
Por otro lado, están las historias de Forever, la indígena bribri, que ejemplifican una noción asumida en nuestra literatura de que los aborígenes son criaturas místicas e intrínsecamente benévolas.
El mito del indígena como “buen salvaje” es una construcción eurocéntrica que roba a estas personas su especificidad. Estos retratos con rasgos netamente folclóricos parecen poco auténticos, no porque sean falsos, sino porque no son suficientes para describir motivaciones y emociones de los personajes y parecieran buscar más el colorido que la introspección.
En la novela hay varios hilos narrativos, algo confusos, que van naciendo y siendo abandonados. No sería aventurado suponer que Barahona compuso esta novela usando un sistema similar al que usa Gloria para convocar sus pinturas y Vargas Llosa para escribir.
Hay en ella una generación espontánea de subtramas que luchan sin llegar a resolverse: el tráfico de personas, la locura de Gloria, la vida secreta de su marido, los narcos que viven en la montaña, un manual de pintura con mensajes cifrados o unas joyas desaparecidas.
Que los cabos se aten al final de una novela es la esperanza de muchos lectores, pero puede arguirse que no es deber de un artista atarlos si no lo desea, como sucede en