
Olivia de Havilland, quien encarnó a Melanie Hamilton en Lo que el viento se llevó, falleció el sábado 26 de julio, en su casa, en París. La actriz tenía 104 años y según informó una agente (hasta este domingo), su deceso se debió a causas naturales.
La muerte de la actriz marca el fin de la época dorada de Hollywood. Ella era la única sobreviviente del Hollywood clásico. En febrero anterior la muerte de Kirk Douglas había golpeado mucho a toda una generación, que ahora también llora a la doble ganadora del Óscar (por sus trabajos en Vida íntima, 1946; y por La heredera, 1949).
“Olivia de Havilland falleció en paz (mientras dormía) por causas naturales”, dijo la agente estadounidense Lisa Goldberg en un comunicado, replicó AFP. Ella era la única sobreviviente del elenco de Lo que el viento se llevó. Según allegados, Olivia siempre se mantuvo lúcida y sonriente.
Olivia vivía desde hace casi 60 años en París , ciudad a la que arribó cuando fue mermando sus trabajos artísticos y luego de casarse con Pierre Galante, periodista de la revista Paris Match. Es recordada por su destacada labor en el cine en los años 30 y 40, cuando se convirtió en “la reina de los dramas”.
Olivia muere seis años después de haber perdido a su hermana Joan Fontaine, quien falleció a los 96 años en 2013. Lamentablemente, las parientes nunca lograron reconciliarse tras enfrentarse por el Oscar en 1946.
La reconciliación nunca llegó, ni siquiera cuando en 1975 murió Lilian Fontaine, la madre de las dos actrices y la mayor responsable de la carrera que ambas eligieron. Lilian era actriz teatral y estaba casada con Walter de Havilland, un exitoso abogado especializado en patentes establecido en Tokio que en 1910 escribió un muy detallado libro sobre la milenaria historia del juego del go.
“Yo me casé primero, gané el Oscar antes que ella y si llego a morirme antes estoy segura de que se pondrá furiosa al comprobar que volví a ganarle”, dijo una vez Fontaine.

Nacimiento de una estrella que siempre amó París
Olivia nació en Tokio en 1916 y murió en París, lejos de Hollywood, el lugar que la abrazó con tanta fama y reconocimiento.
Después de Olivia de Havilland ya no queda en Hollywood ninguna figura de aquel tiempo en que se decía que allí podían encontrarse más estrellas que en el cielo.
“Nada que viniera después podría ser igual. Sobre la ciudad se extendía algo así como un paño mortuorio. Tenía que reflexionar sobre el rumbo que daría a mi vida en un sitio que estaba llegando a su fin”, confesó muchos años más tarde, de paso por el lugar que le brindó toda la fama imaginable, toda clase de premios y la admiración del planeta entero.
El duelo le duró más de medio siglo. Dueña de un nombre y un apellido que parecía hacerle juego a su condición de estrella, De Havilland volvió desde aquella partida a mediados de los años 50 muy contadas veces a Hollywood para hacer algunas apariciones especiales en TV y recibir toda clase de reconocimientos, entre los cuales sobresalió su presencia en los festejos por las bodas de diamante del Oscar, en 2003. Pero siempre volvió a París.
Allí estaba mucho más a gusto. Sentía que los franceses se identificaban con su espíritu independiente y también que la ciudad era una coraza perfecta para protegerla de los cazadores de indiscreciones. Habían pasado décadas enteras desde su voluntario exilio artístico en la Ciudad Luz y muchos querían saber más sobre sus matrimonios fallidos, los romances furtivos (supuestos o verídicos) que mantuvo con los grandes galanes del cine de su tiempo y, sobre todo, la increíble rivalidad que mantuvo con su hermana menor, Joan Fontaine, otra gran estrella, que ni el tiempo ni la muerte lograron mitigar y que era 15 meses menor.
Olivia arrancó muy joven. En 1933, Max Reinhardt la descubrió cuando participaba con un elenco estudiantil de una puesta de Sueño de una noche de verano. El director estaba preparando una versión de la obra para el teatro y pensó en la chica de 17 años para interpretar a Hermia. Fue tan exitosa que se llevó al cine con el mismo elenco y producción de los estudios Warner, que la convencieron de firmar un contrato por siete años para sumarse a la larga lista de precoces actrices que encarnaban personajes dóciles y tiernos al servicio de los dominantes galanes de la época. El más notorio fue Errol Flynn, con quien compartió varias películas mientras la rechazaba en cada uno de esos rodajes sus intentos de conquista cada vez más insistentes.
El tiempo identificó esa resistencia a los avances de un seductor tan persuasivo como la primera señal de carácter de una actriz que jamás aceptó la sumisión. “Luchó como una tigresa para liberar a los actores de su perpetua esclavitud”, llegó a decir de ella Bette Davis. Por reclamar mejores condiciones de trabajo Warner llegó a suspenderla seis meses, pero redobló la apuesta y ganó una demanda judicial contra el estudio, fallo que marcó un precedente para la defensa de los derechos de los actores.
Fuera de la pantalla ya había mostrado ese temperamento aguerrido cuando se fue de la casa materna a los 16 años porque no se llevaba bien con George Fontaine, el nuevo marido de su madre, de quien su hermana menor tomó el apellido artístico.
A De Havilland la sobrevive su hija Gisèle Galante.

