23/5/12, La suiza de Turrailba, Localidad de Atirro, Ingenio de Atirro, los trabajadores en su hora de almuerzo. en la foto Jos Rojas foto Adrin Arias (ADRIAN ARIAS ADRIAN ARIAS)
Verde, papaya, crema, rosado, celeste, naranja... el color de las casitas del residencial de interés social Las Gaviotas, que hasta hace dos años fuera un precario carente de agua y electricidad, provoca en el paisaje un tinte arcoíris que funciona como alfombra de bienvenida.
La entrada multicolor hace alianza con el caliente clima, para darle un caluroso recibimiento a los viajeros provenientes de la vecina Canadá y que dan sus primeros pasos por La Suiza.
Las montañas y las vacas lecheras que se ven a lo lejos remiten a Heidi, Pedro y el Abuelo, a una suerte de Alpes tropicalizados y, por un momento, de verdad, La Suiza de Turrialba se parece a la europea.
Sin embargo, a los “suiciticos”, habitantes del segundo distrito de Turrialba , cantón de Cartago, les importa poco si tienen o no similitud con la tocaya tierra del Viejo Continente.
Aquí, en la verdadera Suiza centroamericana, no hay aires de grandeza ni portes pretenciosos. Mide 218,09 kilómetros cuadrados, tiene 10.355 pobladores y está ubicada a 25 minutos del centro de Turrialba, pasando antes por un poblado de nombre Canadá.
La comunidad lleva sobre sus hombros el nombre que alguna vez se le endilgó a Costa Rica después de la independencia de 1821.
En aquel tiempo, nuestros ancestros quisieron distanciarse del resto de Centroamérica, sus conflictos bélicos y de sus gobiernos inestables. Eso, sumado al relieve montañoso del país y a la democracia que imperaba, hizo que se trazaran similitudes con Suiza. A partir de entonces, se empezó a construir una identidad nacional (
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Hoy, en pleno siglo XXI, lo de “Suiza centroamericana” se ve solo como un mito y se utiliza para ironizar sobre las desigualdades, injusticias s e inequidades sociales de la patria.
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Sin embargo, tales desigualdades –que abundan en Tiquicia– parecen no ser tan marcadas en La Suiza.
En esta localidad de Turrialba, la vida todavía se parece a la de los pueblos de antaño: los lugareños se llaman uno al otro por sus nombres, pues casi todos se conocen, y las rejas y candados son innecesarios, pues la delincuencia no acecha en las calles.
Don Carlos Centeno, de 80 años, hace su siesta vespertina con la puerta de la casa abierta, y es común que amigos y familiares entren sin que él siquiera se dé cuenta.
“No cambio este pueblo por nada. La gente es de lo mejor; nací aquí y moriré aquí”, dice el lechero retirado.
Durante más de 40 años, este señor vendió leche casa por casa. Se retiró hace dos décadas debido a una afección en su columna, originada en el esfuerzo de jalar la pesada carreta con leche, pero legó el oficio a su hijo Martín, quien ya oficialmente se consagró como el lechero del pueblo. Él mismo ordeña la vaca y procesa el producto para luego comercializarlo.
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El sabor de esta leche “suicitica” es más dulce que la que se consigue en los supermercados. Alguien podría bromear diciendo que es más azucarada porque en esta zona abunda la caña de azúcar, mas lo cierto es que los ingenios son los que más generan empleo a los pobladores.
En la planta de Atirro, la jornada empieza a las 6 a. m. y termina a las 6 p.m . Eso sí, a las 11:30 a. m., justo cuando suena la sirena del almuerzo, religiosamente hay una mejenga.
Los obreros se medio cambian –y a veces juegan con la misma ropa de trabajo– y empiezan a
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“Ahora sí, póngale, porque vienen los cazatalentos”, le grita uno del público a los jugadores, cuando ven llegar al equipo de
Entre quienes se limitan a observar el juego está Mauricio Artavia, asistente de administración del ingenio, con 27 años de edad.
Mauricio vivió un tiempo en San José, pero no le gustó la experiencia. Dice que ciertamente hay más comodidades en la ciudad, pero también más peligros, tentaciones y excesos.
Casado y con una hija de 2 años, prefiere estar en paz en su natal La Suiza, sobre todo para criar a la niña.
–¿Y qué hacen acá para divertirse– le pregunto.
–Bueno, ahora casado y con hija...– responde, haciendo un gesto como el de jalar un freno de mano.
–Pero, ¿qué hacen los jóvenes?
–Por lo general, van a Turrialba. Pero el que quiere enfiestarse de verdad, verdad, se va a Cartago..
Sin embargo, quienes no quieren salir del poblado de La Suiza tienen la opción de visitar Pochos, el bar más famoso de la comunidad, con más de 20 años de historia, un local atendido por el peculiar y querido Alfonso Sojo.
“Este es el único bar donde las águilas vuelan”, cuenta orgulloso, mientras se prepara para hacer una exhibición. Va al congelador, saca dos botellas de cerveza y, de forma ágil y brusca, las tira hacia arriba en un solo movimiento. Cuando vienen en picada, las toma y hace un par de maniobras antes de colocarlas, finalmente, en la barra.
Pese a las muchas bondades de La Suiza, este pueblo afronta las mismas amenazas que acechan a cualquier otro en el país.
El principal escollo es la falta de fuentes de trabajo, lo que hace que muchos emigren a la capital. También son muchos los que utilizan a La Suiza solo como dormitorio.
María Montero, de 68 años, vivió esa experiencia. Cuenta que, de joven, debió marcharse a San José a trabajar como dependiente de supermercado. Ahí se casó y tuvo a sus hijos, pero una vez pensionada, regresó de inmediato a La Suiza.
“Los que se van es por necesidad, porque todos quieren quedarse en La Suiza”, narra, convencida de que la verdadera se trata de un lugar único.
Colaboró la corresponsal:Katty Chavarría