El domingo 25 de febrero, Florencio Vásquez, un pescador puntarenense de 67 años, murió en el agua. Murió en un punto en la nada del océano Pacífico: más cerca de la isla del Coco que del golfo Dulce desde donde, dos semanas antes, partió a bordo de la lancha Capitán Bismark P.
Hace dos semanas, su pareja y madre de sus cuatro hijos, Elba Carazo, recibió la autopsia que realizaron las autoridades en Ecuador. La familia ha elegido reservarse la causa de muerte.
Florencio murió 16 horas antes de que el Capitán Bismark P. fuera liberado de un naufragio de diez días, en los que la embarcación navegó con su motor destruido por un rayo eléctrico.
Ese domingo 25, tres marineros preservaron el cuerpo de su capitán en uno de los congeladores dispuestos para la captura del pescado.
Con la vida en amarras a las orillas del mar, cada sobreviviente tiene una historia diferente sobre la muerte. No todos ellos pueden o quieren contarla.
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Audiel Rivas, de 39 años, lo vio caer al mar delirando. Jorge Chavarría, de 63 años, sacó su cuerpo del agua. Víctor Villegas, de 30 años, informó de su deceso a Elba en una llamada telefónica.
Hasta ese momento, los cuatro pescadores usaron, con cierta frecuencia, un teléfono satelital para hablar con sus parejas y sus hijos en Golfito.
En la noche del 21 de febrero, Elva fue la primera persona en comunicarse con el Servicio Nacional de Guardacostas para anunciar el naufragio del barco.
Cuatro días después, en coordinación con la Guardia Costera de Estados Unidos, el Capitán Bismark hizo su última llamada al 911 con el teléfono satelital. En esos minutos, los estadounidenses triangularon su ubicación en medio del mar.
El domingo 25, alrededor de las 9 de la noche, los pescadores fueron rescatados por una embarcación más grande que dejó al Capitán Bismark P. a la deriva en el Pacífico. En las mismas aguas de las que su capitán regresó muerto.
Mapa mental
La médula de este reportaje mide 12 kilómetros.
El centro de Golfito es una franja estrujada entre la calma del golfo Dulce y la vida silvestre que se cierne verde por encima de las construcciones anacrónicas.
Al sur de las cantinas, las sodas, los templos y las casas, el mar es igual de familiar. Al noroeste de las pescaderías y sus muelles de madera, descansa otro muelle de concreto que fue fundado en 1941. Como otras edificaciones, nació por y para la bananera.
Las construcciones antiguas son el diseño de instituciones más modernas –el Depósito Libre, el campus de la Universidad de Costa Rica y el Hospital Manuel Mora Valverde–. Golfito no destruye lo viejo sino que construye encima lo nuevo. Ambos tiempos tienen sus propias miserias.
Los golfiteños son conocidos, amigos, colegas, amantes, primos y hermanos. Comparten una vida a la orilla del mar que es quieta pero nunca serena.
Según el Ministerio de Planificación, la región Brunca, a la que pertenece el cantón costero, tiene el mayor desempleo abierto (12,2%) y el mayor porcentaje de hogares pobres (31,2%) en el país. El ingreso promedio por cápita es de ¢39.276 mensuales, ni siquiera lo suficiente para cubrir el precio de una canasta básica.
Las estadísticas del Instituto Costarricense sobre Drogas indican que Puntarenas y la costa Pacífica son los sitios donde se decomisaron más kilogramos de cocaína en el 2017. Golfito es el punto más sensible al narcotráfico internacional.
La vida en un cantón con un índice de competitividad tan baja —es el número 71 del total de 81, de acuerdo con el índice del Observatorio de Desarrollo de la UCR— es una coraza de silencios.
Los 12 kilómetros que atraviesan de sur a norte la costa son casi estáticos, el mar se estanca y la brisa no sopla.
Bajo el sol parecen estatuas con la piel herrumbrada: los hombres morenos sentados en los poyos que miran hacia el agua.
Este es un pueblo en paro, hasta que alguno de ellos parta en una lancha.
10 días en el mar
Audiel Rivas es un hombre de 39 años, moreno y corpulento. Nació en el puerto. Desde hace casi una década es pescador, como sus ocho hermanos.
En tierra no hay trabajo, dice, pero el mar es un empleador ingrato.
Los marineros duermen por turnos de pocas horas en cuatro camarotes dentro de las lanchas. Sin servicios sanitarios, también se alternan para defecar en el mar “agarrados como monos”.
En el mar la etiqueta no existe. Respiran y transpiran en un mismo aliento.
Deben regresar con pescado a casa porque los dueños de las lanchas pagan su mano de obra acorde con la carga de los congeladores. El precio del pescado sube y baja: siempre es más caro cuando es más escaso.
En Costa Rica no hay pescado, asegura Audiel. El viaje del Capitán Bismark P. iba a llegar hasta Colombia, en busca de atún y de marlin. Sabían que era ilegal pero tomaron el riesgo. La lancha medía poco más de 15 metros de largo y confiaban en su capacidad para superar los 600 kilómetros lejos de Golfito.
El 6 de marzo, tras el naufragio, los sobrevivientes volvieron a sus casas con las manos vacías.
Audiel es el único que ha conversado con periodistas sobre esos días.
En el corredor de su casa, una de las que le dan la espalda al golfo, se sienta con su pareja, sus dos hijos pequeños y uno de los tres ventiladores que son inútiles contra el vaho caliente.
Después de tomar aire, Audiel habla sin detenerse. Llora hasta llegar al final.
El relato de Audiel Rivas
“Nosotros corrimos durante tres días. El segundo día llovió. La guardia la estaba haciendo Jorge en la noche y tenía que entregársela a Víctor. Víctor apagó la máquina y nunca se fijó que la descarga de un rayo quemó el GPS.
Cuando nos levantamos en la mañana del tercer día, el motor no arrancaba. Al no arrancar el motor, las baterías se descargan. Nos quedamos a la deriva. La corriente nos anduvo para allá y para acá. Intentamos arrancar la máquina, buscamos arreglar los arrancadores. Les hicimos de todo y no funcionó. Nos dimos por vencidos.
En el cuarto día llamamos a doña Elva (la pareja de Florencio) y le dijimos que estábamos varados. Ese día perdimos la noción del tiempo porque le pregunté a mi señora que qué día era y, según cuentas mías, ya teníamos 16 días (en el mar). Uno pierde la noción de las horas y del día. Todo se pierde porque no estamos activos.
El GPS tira hora, la dirección y movimiento de la corriente. También la fecha y el día. Al apagarse el GPS quedamos… Vino el momento del pánico.
Las baterías se descargaron y agarramos las de las radioboyas, con las que tiramos la línea para pescar. Comenzamos con lo sencillo: cargar el teléfono porque era la única herramienta de supervivencia que teníamos. Hablamos con un hermano mío que anda una lancha pero no teníamos posición que darle, éramos como buscar una aguja en un pajar.
Es tan inmenso el mar que no se sabía en dónde estábamos. Hablé con mi hermano y le tiré la frecuencia de la radioboya. No me salieron las palabras para decirle que se preocupara por mis hijos, lo único que me interesaba en ese momento. Se me vino a la mente pero nunca me pudieron salir las palabras.
Llegamos a treparnos arriba, en el toldo, para ver más claro. Ahí dormimos para ver si pasaba un avión que nos viera. Prendimos fogatas con las cobijas. Con unas varillas las amarramos y les echamos diésel para que el avión nos viera. Era tanta la mala suerte que pasó uno y no nos vio.
Todos nos fuimos apagando. Las posibilidades no eran buenas para nadie. Yo me rendí cuando pasó el avión. Pero todavía el capitán estaba consciente y bien, en sus cinco sentidos. Nos fue levantando el ánimo a todos, diciéndonos que íbamos a salir los cuatro de ahí.
Todavía teníamos el teléfono y podíamos hablar con la familia. Yo hablé con mi señora como unas cinco veces, pero fueron ratitos. Un teléfono satelital con una carga de $300 son 100 minutos. Cada cinco minutos son casi ¢10.000. El patrón de nosotros cargó el teléfono dos veces pero se acabó. Cargamos el teléfono pero no tenía saldo.
Al Viejo –Florencio– se le bajó el azúcar, como a los ocho días (de estar varados). Él terminó de hablar con su señora y la depresión se le dio más. Le dijo que la amaba, que hiciera algo, algo para que nosotros volviéramos.
Se deprimió pero comía. El problema era que no se estaba inyectando la insulina que necesitaba. Él comenzó a inyectarse menos y lo regañé, pero me dijo que estaba bien.
Echamos de ver que ya no lo estaba cuando se le bajó el azúcar la primera vez. Se golpeaba contra las paredes, trataba de escupir y no podía, le faltaba el aire. Le dimos agua de azúcar, se durmió y se levantó al otro día sin acordarse de nada.
Víctor lo cuidó una noche, Jorge otra y yo fui el último que lo cuidó.
Él dijo que no quería bajar a los camarotes, así que se quedó arriba. Ahí le dábamos de comer, fresco y agua.
El 25 de febrero, a las tres de la mañana, me levanté y oí alguien hablando. Pensé que era Jorge quien hablaba con don Florencio. Fui arriba y estaba él solo.
Le pregunté: “Viejito, ¿con quién está hablando?” Me dijo: “Carepicha, ¿quién es usted? ¿Quiere que le pegue un vergazo? Estoy hablando con mi mamá”.
La mamá tiene 30 años de estar muerta. Yo pensé que el señor estaba bien malito, me fui y le hice un poquito de agua de azúcar. Él se durmió.
Mi cuerpo estaba cansado y me arrecosté, me dormí. A las cinco de la mañana, cuando estaba saliendo la claridad, lo oí hablando y riéndose. Era una risa burlista, algo que nunca había oído. Una risa feísima. Estaba hablando, otra vez, con la mamá.
Bajé, en carrera, a prepararle agua de azúcar. Ya teníamos dos días sin agua, estábamos agarrando el agua del hielo. Tuve que mover el tarro para que se derritiera. Seguro ahí fue donde le dio el infarto arriba y se tiró al agua. Se hundió.
Llamé a mis compañeros, trepé para tomar una boya. Jorge se tiró al mar, yo lancé la boya con mecate. Don Florencio llegó con un espumero en la boca y en la nariz. No tenía pulso. Traté de hacer lo que nos enseñan en el curso para sobrevivir en el mar. Lo intenté. Pero ya era tarde”.
Un viaje sin reglas
El Capitán del Puerto de Golfito afirma que el Capitán Bismark P. salió de uno de los muelles de cabotaje el viernes 9 de febrero, a las 5:50 p. m. El aviso de salida lo dieron diez minutos antes de la hora estimada en el zarpe nacional archivado por el Ministerio de Obras Públicas y Transportes. Tenían permiso para regresar al país el jueves 15 de marzo.
El documento oficial dice que la lancha pesquera pidió transitar hasta 40 millas marítimas (74 kilómetros terrestres) lejos de la costa, con destino final a las afueras del cabo Matapalo, en Osa.
Para obtener el permiso de salida, Audiel Rivas fue el único tripulante consignado en el zarpe, con una copia de su cédula y el número de su carné de pesca.
La tripulación original no iba a ser capitaneada por Florencio Vásquez ni contemplaba a los otros dos marineros que regresaron a Golfito en un vuelo desde Ecuador, la mañana del 6 de marzo.
Las autoridades portuarias dicen que las incongruencias son normales.
No todos los marineros cuentan con el Certificado de Zafarrancho, un requisito obligatorio que garantiza que tienen la capacitación mínima para manejar situaciones de emergencia en altamar.
En muchas ocasiones, con tal de armar el viaje, los dueños de las lanchas pagan para que otros pescadores certificados cedan su nombre y las copias de sus cédulas.
Audiel es el único marinero del naufragio del Capitán Bismark P. que tiene aprobado el Zafarrancho.
Jorge, quien sacó a Florencio del agua, no completó el módulo de primeros auxilios básicos.
Víctor, el segundo al mando en el viaje, no había cursado ninguno de ellos.
La vida y la muerte
Estrujado entre dos bodegas más grandes, un rótulo de madera sostiene un lazo de tela negra: “Pescadería El Callejoncito”. El olor es tan aceitoso que se pega al sudor, entre la piel y la camiseta.
Golfito solía tener más pescaderías tan pequeñas como esta pero, poco a poco, han ido cerrando.
En el piso de cerámica hay congeladores herrumbrados y pesas sobre las que caen, con sonoros porrazos, los cuerpos de dorados, peces vela y tiburones.
Detrás de las rejas se ven las lanchas flotando. La pescadería de la familia de Florencio Vásquez es un umbral al puerto.
“La pescadería tiene tres años. Nunca me casé. Íbamos a cumplir 30 años de estar juntos. Nos conocimos aquí mismo solo que, al otro lado, yo tenía una pulpería. Tenía 20 y él tenía 39 años. Tuvimos cuatro hijos: una que él me agarró con dos añitos y tres más que le tuve a él. Ahora tienen 27, 26 y 20 años. Tenemos cinco nietos: cuatro varones y una niña”, dice Elba Carazo, la viuda de Vásquez. “Él iba a pescar y me traía pescadito. Era un negocio redondo”.
El cuerpo del pescador llegó a San José desde Ecuador, el jueves 15 de marzo. Lo velaron brevemente en su casa y dentro de la pequeña pescadería. Fue enterrado en el cementerio con vista al mar.
Florencio tenía 67 años, 40 de los cuales fue un pescador muy conocido en Golfito.
“Pueblo pequeño, infierno grande”, parafrasea Elba.
El primer viaje de Florencio abordo del Capitán Bismark también iba a ser uno de sus últimos. Elba dice que planeaban seguir vendiendo pescado para subsistir.
“Nosotros tenemos una deuda muy grande, tenemos la casa hipotecada. De hecho, seguro me la quitan porque íbamos un mes atrasados y, ahora, se me metió la segunda mensualidad. Diay, pago allá o lo entierro a él”, dice.
La muerte ha sido un sismo, uno que ha sobrevivido dentro de la pescadería.
Inicialmente, los marineros le ocultaron la muerte a Elba. Tras asumir el liderazgo de la tripulación, Víctor Villegas fue quien le dijo la verdad. Esas fueron las últimas palabras que intercambiaron antes del funeral. Ella resiente el silencio.
Elba no está satisfecha con la explicación sobre cómo su pareja cayó al mar.
Florencio nunca le dijo que dosificó la insulina. Conocían de su diabetes desde 1992 y, según dice ella, empacó suficientes viales como para sobrevivir un mes.
Fuera de sus hijos, ha sido apoyada por el dueño de la lancha, Víctor Julio Carrillo, y uno de los sobrevivientes, Jorge Chavarría.
Ese último es el único de los marineros sin familiares en Golfito. Trabaja en el puerto para enviar dinero a una cuñada que atiende a su esposa enferma en San José.
De vuelta en tierra, Jorge camina desorientado. Entra a la pescadería con los ojos rojos, la ropa rota y cojeando.
Ha pasado tanto tiempo fuera de su casa desde que volvió de Ecuador que los vecinos dicen con certeza que ha vuelto al mar. Pero no es así, visita a Elba a menudo.
“Yo me siento como indigente. Quiero que me internen en un hospital para que me cuiden. He andado en muchos barcos que se han desaparecido, explosiones, incendios y aquí estoy”, dice. “Yo esperaba que cuando el último de ellos muriera y yo quedara, ponerme un puñal y dejarme caer”.
Jorge fue quien se lanzó al océano para rescatar al capitán de la lancha. El cuerpo estuvo ausente más de una semana después de que los sobrevivientes regresaron.
“Los muchachos hicieron lo posible por tenerlo vivo”, piensa. “¿Por qué Estados Unidos no ayudaron a traer el cuerpo aquí? No nos quieren a los pescadores”, reclama llorando.
La relación entre los pescadores de Golfito y los guardacostas es complicada. Las autoridades llevan dos años persiguiendo lanchas pesqueras que colaboran con el narcotráfico, por lo cual las conversaciones e indagaciones se hacen con cautela.
Sin embargo, según los datos de las bitácoras del Servicio Nacional de Guardacostas, las autoridades siguieron en orden el protocolo de búsqueda y rescate.
Tras recibir la llamada de Elba a las 6:40 p. m. del miércoles 21 de febrero junto con la última posición del barco –al sur de la isla del Coco– contactaron a los guardacostas de Estados Unidos.
La coordinación continuó el ritmo normal con gobiernos de la zona, hasta la mañana del domingo 25 de febrero cuando reciben la primera noticia de que Florencio está enfermo y, luego, de que ha muerto.
El gobierno recargó el teléfono satelital para que el Capitán Bismark tuviera contacto con el 911. Triangulada su ubicación en el océano Pacífico, coordinaron con un buque comercial para recibir la tripulación a bordo y para revisar el estado de la lancha costarricense.
El último contacto que tuvo Guardacostas fue con el dueño del Capitán Bismarck, Víctor Carrillo. Las autoridades dejaron en sus manos el remolque de la lancha.
“Esa lancha no estaba ni pescando, estuvo tiempo varada. Solo problemas: se le dañaba el arrancador, el alternador y un montón de cosas. Esa chuncha estuvo en el abandono”, se queja Carrillo, frente al televisor de su casa, al noreste de Golfito.
Uno de los problemas, como figura en el expediente de Guardacostas, es que la lancha fue parte de una requisa por droga en abril del 2017. Pero el dueño de la embarcación lo omite de su relato.
Entre él y Elba han tenido que explicar el origen del teléfono satelital.
Las historias no concuerdan porque ambos se hacen responsables por su compra. Coinciden en que era el primer uso que le daban al aparato pero ninguno sabe dar cuentas sobre cómo se obtuvo la línea.
“Esto ha sido un enredo. Todos preguntan cuando ya se murió el señor. Ahora que hay una víctima, ahora que se perdió la embarcación. Yo ya borré el número de todos. Me siento mal por la muerte porque él era amigo mío. Toda la vida hemos pescado.
Toda la vida fuimos compañeros de pesca. Me da coraje ver que, ahora que falleció, cuando se ocupaba una ayuda, cuando se ocupaba algo nada: hicieron caso omiso”, dice Carrillo con enfado.
Pueblo chico
El pescador Florencio Vásquez fue sepultado el 16 de marzo.
Su pareja Elba Carazo organizó un funeral en el que sus conocidos pudieron conmemorar su muerte y celebrar la vida que les queda.
En un pueblo pequeño, tristezas y alegrías son compartidas.
Los sobrevivientes Audiel Rivas, Jorge Chavarría y Víctor Villegas pisaron tierra para, pronto, volver a las lanchas a pescar.
Tras el naufragio del Capitán Bismark, la vida en Golfito sigue su curso normal.