Todos eran Messi. Salían por un lado, salían por el otro, la pasaban de pie a pie, driblaban, aceleraban, ponían pausa, volvían a encarar. Messi se la pasaba a otro Messi y montaban una pared, en esas cosas raras que tienen los sueños. Corrían y corrían, atacaban, empecinados en lo imposible, la primera remontada en la historia después de un 4 a 0 adverso en el primer juego.
En los graderíos, la Monalisa miraba impávida, con esa sonrisa que parece mueca, indescifrable, quizás contenta, quizás tensa, quizás optimista por la ventaja del París Saint Germain, quizás nerviosa por los embates de un cuadro catalán cuya mayor virtud no es pasar sino soñar.
Su rostro estaba ahí, en el estadio, ya no de óleo sino de carne y hueso. Se presume es la esposa de Francesco Bartolomeo de Giocondo, –de ahí lo de Gioconda –, llamada en realidad Lisa Gherardini, la mona (señora en el italiano antiguo) –la mona Lisa–. Aunque italiana de nacimiento, la más famosa dama de Da Vinci ya se siente medio afrancesada, después dos siglos en el Lovre. De ahí salió sepa Dios cómo hasta las gradas del Nou Camp, repetida en el gesto de cada aficionado parisino. De verdad que son raros los sueños.
El resto de la afición, enfundada en camisetas azulgranas, dio rienda suelta a la euforia con un gol, el otro y el siguiente, hasta que el tanto de Cavani, el 3 a 1, silenció el estadio y humedeció los ojos a más de uno. Abajo, en la gramilla, los Messi seguirían corriendo, atacando, como si nadie les hubiera dicho que a partir de entonces solo los salvaría un imposible, inédito, surrealista triunfo por 6 a 1.
En los dulces sueños de un aficionado al Real Madrid, el Barcelona estaba perdido. Regresaba al plano de los mortales. Sangraba, como cualquiera. Lloraba, como cualquiera. Perdía, también como cualquiera.
Era el Aquiles con un flechazo en el talón. Era el Superman destinado a terminar el día como Clark Kent. Era el detestablemente ganador, egoísta, acaparador, ganador de cinco Champions, tres Mundiales de Clubes, ocho ligas españolas y cuatro Supercopas europeas, además de algunas “copillas” del Rey, de la reina o de quién se las haya puesto por delante en lo que llevamos de siglo. Era la remontada frustrada.
Remontada la del Liverpool 2005, que se levantó del 3 a 0 con que el Milán lo mandó al intermedio en plena final de Champions. Remontada la de los Patriots, aplastados 28 a 3 en el tercer cuarto del Superbowl 2017. Remontada la de los Cavaliers 2016, con desventaja de tres triunfos a uno, obligados a rescatar fuera de casa la final de la NBA.
La del Barcelona se habría quedado en el intento, pero qué raros son los sueños. En ellos, Messi no es solo un mosca muerta, sino un mago con la pelota pegada al pie; Suárez no es solo un marrullero capaz de arrancar un brazo de un mordisco o fingir agresiones, sino un matador casi impecable; Neymar no es solo un acróbata que intenta engañar a los árbitros con tres volteretas dignas del Cirque du Soleil, sino un crack capaz de vestirse de Lio con un penal provocado, otro anotado, un magistral tiro libre y una asistencia –justo la del 6 a 1 en el minuto 95-. El Barcelona no era solo un equipo, sino once Pulgas en un partido. Hasta el árbitro tuvo por un instante cara de Messi.
Por suerte, de las pesadillas basta con despertar…
Esta vez, sin embargo, al abrir los ojos, el Barcelona seguía ahí.