La música era chirriante, las máquinas oxidadas, los entrenadores pues… Los entrenadores eran unos grandes pervertidos —hay que decirlo—, pero realmente no tenía alternativa. Mi única opción para dejar de ser un “flojito” era la caldera disfrazada de gimnasio que quedaba a un par de cuadras de mi casa.
Nunca me han gustado los gimnasios, para ser franco, pero ya no podía huir más. Pasarían años para darme cuenta de que lo mío estaba en correr distancias al aire libre, pero tuve que pasar por toda una terapia para remover los traumas que las caminadoras de aquel gimnasio habían hecho habitar en mí.
Recuerdo la viscosidad en sus botones, por ejemplo. Presionabas donde decía PLAY y, como un niño que captura un peluche en una máquina de centro comercial, te llevabas a casa una suerte de moco que ni tres lavadas de manos removían.
También, esos días de correr como hámster eran como una prisión. Siempre colocaban las máquinas al lado de la ventana, imagino que suponiendo que, quien pasara, admirara los esculpidos músculos de quienes se ejercitaban del otro costado del cristal.
Pero a cambio, cualquier peatón que se dignara a cruzar aquellas baldosas curtidas que daban la bienvenida al gimnasio, se toparía en la ventana a la Fontana di Trevi de sudor, con el inhalador de salbutamol pegado a mi boca como si se tratara de cargar gasolina al auto.
Después de las horas plutonianas en la caminadora, el rito de aquel terrible lugar rezaba que debía enfrentarme al colochudo de las pesas. El tipo, musculoso, por supuesto, pero cargado de costras en sus brazos y cuello, atemorizaba hasta al matón más aguerrido.
En mi caso, no me alejaba de él por miedo a que me pegara (hasta para un patán como él hay reglas, ¿no? Y pegarle al más flojito del gimnasio lo haría ver como un gran fracasado), sino que mi fobia por aquel sujeto estaba en sus axilas. De allí brotaba una ola de suciedad que aleteaba en el aire.
Cada vez que veo alguna de las películas sobre los X-Men, recuerdo a ese tipo porque su capacidad de repelente humano era algo digno de un mutante. Como si fuera poco, las máquinas de pesas se encontraban en el segundo piso del establecimiento, donde apenas había una rendija de ventana que permitía que las moscas entraran para posarse sobre aquel tipejo.
El colochudo, como le decía mentalmente, tenía un par de amigos. Eran dos calvos —curiosamente— que tenían la maña de convertir el gimnasio en estaciones. Ellos se turnaban todas las máquinas entre sí al mismo tiempo, permitiendo que uno solo pudiera tomar las pesas que, por azar, dejaran sueltas.
Uno podría pensar que la solución al problema sería, claro, cambiar de horario. El problema residía en que estos tres tipos los encontrabas a cualquier hora ahí arriba.
Traté en la mañana, a primera hora, y ahí estaban. Lo mismo a la hora de almuerzo, ¡incluso de noche! El gimnasio se había convertido en un internamiento para esos tres, y siempre los podías ver con la misma procesión entre máquinas. A la fecha, no entiendo por qué el gimnasio gastaba un salario en un guardia de seguridad si contaba con esos tres musculosos a toda hora.
En el probable caso de que consiguieras alguna de las máquinas, lo mejor era llevar cargado tu celular para buscar algún video en YouTube sobre cómo usar los aparatos porque, como se podía esperar, los instructores coqueteaban con las mujeres que rondaran el lugar.
Si llegabas a pedirles un favor, te ponían una cara que no era nada menos que un sinónimo de sacar el dedo del centro. Lo mejor era confiar en los datos móviles del teléfono que soportaran las horas necesarias para, al menos, tomar unas tres máquinas e ir a casa sintiendo que hiciste algo.
Que el suplicio de aquellas rutinas diarias acabara, hubiese sido considerado una bendición. Lástima que, la forma de terminar con esos días de perro, fue con una lesión.
Mi espalda firmó la factura de invertir unos cuantos colones en ese sitio detestable; en ese hervidero que se atreve a llamar gimnasio.
Como un viejo mito, aún el gimnasio trabaja. Tiene otro nombre —ha tenido como tres distintos desde que estuve ahí, para buscarse ahorrar algunos impuestos o algo así— y, desde el cristal, se ve que nada ha cambiado.
Lo bueno es que ahora soy el tipo que pasa por las curtidas baldosas del exterior, corriendo y con mi espalda en perfecto estado. De seguro, si un día me detengo y agudizo la vista, deben estar el colochudo y sus compinches haciendo de las suyas.