
Un coronavirus aparece en China, y ya estamos todos preocupados; matan a un general iraní y sube la gasolina; los vietnamitas deciden sembrar café y se ve afectado nuestro agro, nuestro empleo y las finanzas públicas. El mundo se nos hace cada vez más interconectado y más pequeño. Ya no es necesario, como antaño, otear el horizonte para ver qué pasa: está ante nosotros permanentemente. Pero lo tenemos tan cerca de nuestras narices que, a veces, se nos olvida, o dejamos de ver, lo que sí está, literal y materialmente, ante nuestros ojos: nuestro pueblo.
El pueblo es nuestra patria chica. Para quienes nacieron en él, es el paisaje de la formación: de la infancia, y los juegos, de los cafetales y las plazas, de las pozas y los árboles, de las escuela y las mejengas. Y también el ámbito de cierto paisanaje; de vecinos, amigos y compañeros de colegio; de autoridades y personajes; de tontos y locos que no nos atemorizaban porque eran los propios; de deportistas, aventureros, fiesteros y comerciantes. El ámbito, en suma, de la primera introducción a la vida en sociedad; el sustrato en el que arraiga mucha de nuestra educación informal, ética y estética. Para quienes no nacieron en él, pero llegaron movidos por el nomadismo familiar, el trabajo, el amor o el azar, es el entorno de impacto más inmediato en sus vidas, y la patria chica de sus hijos y nietos.
Vivimos una vida tan ajetreada, compleja y convulsa que se nos olvida que, más allá de las condiciones de nuestro hogar y nuestra vida familiar, nuestro pueblo es el segundo entorno más importante para nuestra calidad de vida y la de los nuestros. Si nos sentimos viviendo en un entorno seguro, o no; si tenemos garantizado un acceso adecuado y permanente a los servicios básicos; si contamos con opciones cercanas para satisfacer nuestras necesidades de salud, o educación, o consumo u ocio; si podemos caminar con tranquilidad por sus calles, sin temor por nuestra integridad; si vivimos en un ambiente agradable, con árboles que alegren la vista y vecinos que alegren la vida; si contamos con opciones de empleo que nos eviten tener que malgastar nuestra vida en traslados; son todos factores que afectan, para bien o para mal, nuestra vida, material y anímicamente.
Y, a diferencia, de lo que sucede en China, Irán o Vietnam, lo que ocurre, o deja de ocurrir, en nuestro pueblo, es algo en lo que sí podemos incidir. De hecho, lo sepa usted o no, hay una rica vida oculta o invisible que bulle por debajo de la cotidianeidad de nuestros pueblos. Hay personas que, por iniciativa propia y en forma solitaria y altruista, tratan de mejorar la vida de sus convecinos, sea manteniendo un parque o llevando la comunión a los mayores enfermos. O grupos de personas que, en forma de clubes deportivos, sociedades, asociaciones de desarrollo, pastorales y un sinnúmero de formas diversas, se congregan también para promover la mejora de aspectos puntuales de la vida de la comunidad.
Sin embargo, la mayor capacidad de transformación de la vida de un pueblo sigue radicando en la municipalidad, que es la entidad que, en nuestro modelo de convivencia, cuenta con las facultades, y los recursos, para tener, por acción u omisión, un máximo impacto en la vidad de todos los vecinos. De ella dependerá la provisión de muchos servicios básicos; el estado de nuestras calles, alamedas y parques; la protección de las fuentes de agua y de las cuencas de nuestros ríos; la existencia de un plan regulador que brinde seguridad a todos los actores sobre las condiciones de desarrollo que se desean; la creación de un ambiente propicio para atraer la inversión necesaria para que florezca el comercio y se genere empleo; la promoción de opciones de deporte, cultura y recreación; la adecuada recolección de impuestos y la gestión eficaz para que los recursos se inviertan, oportunamente, en beneficio de la mayoría. De la conformación de esa municipalidad dependerá, en grandísima medida, el futuro de nuestros pueblos.
Algunos problemas de nuestro país (como el desigual desarrollo territorial, la desigual distribución del empleo o la inequidad en el acceso a los servicios, por poner algunos ejemplos) nacen en nuestros pueblos. Nosotros, como munícipes, somos los llamados a promover y administrar nuestros propios intereses, por medio del gobierno municipal. Y tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír, bien sea para refrendar lo que tenemos y nos gusta, bien para promover el cambio, modificando lo que no nos convence o nos defrauda.
El descontento de la ciudadanía con la vida política en general, y con la clase política en particular, se comprende, pues está más que fundado. Pero no se justifica. La definición palmaria de estupidez es seguir haciendo lo mismo y pretender obtener un resultado diferente. Abstenerse de opinar, de incidir y de actuar es darle un resello precisamente a aquello que denostamos, y concedernos unos años más para seguir refunfuñando estérilmente. Ejercer nuestro derecho a manifestar nuestro parecer sobre la gestión realizada es externar, explícitamente, nuestra voluntad y enviar un mensaje, ojalá fuerte y claro, de lo que queremos para el futuro de nuestro pueblo..
Tenemos tiempo para revisar lo que hay, que es mucho (más que nunca) y variado; para preguntar, discutir y formarnos nuestro criterio. Elijamos. Salgamos. Votemos.