No se emocionen, señores, mi busto no es mi mejor cualidad física. No es y nunca lo ha sido. Pocas veces consigo brasieres talla 30, así que acomodo lo que tengo en los 32 A y dejo que el aire rellene lo que tenga que rellenar.
Sería muy hipócrita si les digo que nunca he pensado en aumentarme el tamaño de lo senos, un implante sutil que levante mi belleza, ¿por qué no? Pero rápido se me pasa. ¿En qué estoy pensando? Si a mí me gustan pequeñas, son parte de mi personalidad y además –un gran plus– me hacen lucir más delgada.
Podríamos decir que de la cintura para arriba soy flaquísima.
Hay otras ventajas, claro; no estoy obligada a usar brasier cuando no quiero –cuanto volumen menos miedo a la gravedad–; puedo brincar altísimo en las clases de cumbia, y me da igual usar una blusa cuello halter, una de tirantes o una strapless... Casi cualquiera me queda bien.
Aunque, ahora que lo pienso, sí hubo un momento en mi vida, en el que mis tetas se lucieron en los escotes: durante mi embarazo. ¡Qué fue aquello! Llegué a usar talla 34 B. La novia de Condorito era cualquier cosa a la par mía.
Aparte de ese momento, mis tetas nunca me han servido para ligarme a alguien, evadir una multa de tránsito ni conseguir favores. Nada de eso. Pero pronto iba a descubrir cuán poderosas son.
Desde que Juliana nació, estas tetas se convirtieron en el centro de mi vida y de la suya. Por supuesto que fue difícil al inicio, como cualquier madre primeriza. Hubo llanto de las dos, desesperación de las dos y, finalmente, una enorme satisfacción de las dos cuando se lograba pegar como una ventosa del pezón.
A mi pequeña solo le gusta la izquierda y por esta razón ya tengo una teta más grande que la otra, pero un centímetro más o un centímetro menos no hace mayor diferencia cuando de por sí el tamaño nunca ha sido importante.
Ya se convirtió en algo muy cotidiano. Llego del trabajo y ella misma empieza a gritar “mamá, teta, teta”. A veces, cuando es de noche canta a ritmo de porras: “teta, teta, teta”. Juliana ama su teta, mi teta, la izquierda.
Desarrollé una gran habilidad para pelármela en todo lado, en diferentes posiciones y sin siquiera ponerme roja. Los cobertores de lactancia, las salas para dar de mamar que hay en los centros comerciales, las blusas especiales... nada de eso es para mí ni para Juliana. Nos estorba, no nos gusta. A ella le encanta tomar leche mientras ve pasar a la gente. Eso, supongo, lo heredó de mi abuelita, quien siempre come en su sillón viendo hacia la ventana, para no perderse detalle de lo que pasa en la alameda.
Antes de ser mamá, nadie nunca había querido tanto a mis tetas, ni siquiera yo misma. Ahora las adoro, no por sexys, sino por poderosas. Ellas son un punto de unión muy importante de la relación con mi pequeña. Algo, por egoísta que suene, que es solo de ella y yo.
Y bueno, Juliana ya va a cumplir los dos años. Ya estamos planeando una fiesta temática. Y sí, todavía toma teta. Mi yo ingenua pensaba que cuando los bebés aprendían a caminar, decía su primera palabra y les salía el primer diente, ya debían haber dejado la lactancia.
Ahora que soy mamá pienso diferente. ¿Cuándo le voy a dejar de dar teta a Juliana? Bueno, no sé, ¿los 15 es una buena edad?