Pocas cosas son tan sublimes como una puesta de sol y a veces pasa inadvertido en medio del trajín diario o el tránsito en la ciudad. En el mar, en cambio, es el momento más importante del día, como una cita a la que todos los invitados asisten porque, en su ritual de despedida, el astro rey se sumerge decididamente en el océano y lo hace de forma tan majestuosa, que tiñe las nubes de formas y colores extravagantes.
Parece que todo se repite de igual forma al día siguiente, pero no, cada atardecer es distinto e igualmente impactante. Y un poco cada día también, al menos ante nuestros ojos, el sol parece avanzar en la línea del horizonte, como si tuviera la necesidad de alejarse o estar más cerca dependiendo de las estaciones, al igual que sucede con tantas páginas de la vida.
Los ciclos que terminan se parecen a las puestas de sol. Puede percibirse que día a día todo sigue igual, pero siempre llega el atardecer y cambios incluso imperceptibles pueden dar lugar a grandes transformaciones. Lo único permanente en la vida es el cambio.
Llega el día en el que, si no se sale de la zona de confort, algo va muriendo irremediablemente, pues continuar ahí ya no tiene sentido, como también las razones que llevaron a eso: esa situación, esa posición, ese lugar, esa persona. O llega una crisis que a la fuerza genera el cambio al que se resiste y deja en evidencia lo que no se ha querido ver y afrontar.
Lo que tiene sentido será o seguirá y lo que no, simplemente se irá porque no tiene cabida. Y eso no es bueno ni malo, es la vida. El delicado equilibrio entre hacer y dejar fluir significa entender cuándo luchar y cuándo dejar ir y que las aguas tomen su propio cauce. Se ve incluso en las generaciones.
Las nuevas achacan en las viejas valorar el éxito en posiciones y trabajos eternos que les quitan vida y flexibilidad, en pagar una casa toda la vida cuando incluso ya no tenga sentido ni existan ganas de seguir ahí, o en la poca decisión para moverse de su sitio y buscar otros horizontes en todos los frentes.
Las viejas generaciones, por su parte, critican en las nuevas su poca tolerancia a la frustración, a querer saltarse la curva de aprendizaje que existe en todo proceso y su inestabilidad para trazar una hoja de ruta.
Al final, cada quién desde donde se encuentre tendrá que aprender a vivir sus ciclos, a decidir si quedarse donde le duele o donde se estanca, si se atreve a más y lucha por eso que tiene sentido, o se retira y deja ser porque no lo tiene, mientras contempla en paz el atardecer.
En el fondo siempre se sabe cuándo termina un ciclo y saberlo asumir, sin herir y sin herirse, es parte de crecer. La misma pandemia ha generado grandes cambios no solo globales, sino personales a todo nivel. Seguir igual es perder la gran oportunidad de reinventarse aún en la adversidad y tener la flexibilidad de incluso virar de rumbo hacia uno que nunca se pensó o se dejó de lado por tanto tiempo.
Cambios que también se buscan parece que tardan, pero avanzan como se ve el sol, cada día en un punto más distante del horizonte, con la promesa de que siempre habrá un nuevo día en cada ciclo.
Porque cuando esa esfera de fuego se adentra rápidamente en el mar, deja por un rato una estela brillante que se va apagando lentamente hasta que todo es oscuridad. En ese preciso momento, cuando menos se espera, otra esfera emerge del lado opuesto revelando un cielo inundado de estrellas.
Es parte de un ciclo que acaba y otro que comienza, porque para poder brillar también es necesaria la oscuridad.