Hace como un mes soñé que me convertía en padre. No fue algo que me asustó –no dudo que en la “vida real” sería diferente– pero me llamó la atención que, al despertarme, en quien primero pensé fue en mi progenitor.
Tal vez sería mejor hablar de mi papá en otro momento (como el Día del Padre, lógicamente), pero aquel sueño no me ha dejado de dar vueltas en la cabeza y, en la de menos, la mejor manera de resolver el asunto es escribiendo sobre mi papá.
Mi padre ya es un hombre algo mayor. Este año cumplirá sesenta y siete de vida, y veintitrés de haber tenido a su octavo y último hijo: yo.
Justo por esa particularidad es que existe el mito de que por poco y llego a llamarme Octavio. No sé qué tan cierta será esa leyenda, pues mi papá siempre ha sido de bromas y chistes.
También es un hombre bueno para esconder sus gustos. Me imagino que muchos dirán lo mismo de los suyos, pero para mí saber qué regalarle cada cumpleaños es algo similar a dictaminar la anatomía de un fantasma.
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Sé que le gusta vestirse al estilo setentero (sus años mozos), sé que le gustan las películas western (le encanta Tarantino, así como también recuerdo que se durmió en el cine viendo Cars) y también sé que la música nunca lo ha definido.
Esto último me marcó mucho en la adolescencia, cuando compartía con mis compañeros de colegio sobre gustos y la conversación sobre la influencia de sus padres aparecía.
Por ejemplo, uno de mis mejores amigos hablaba sobre cómo su papá hizo que Michael Jackson fuera su ídolo de por vida. También recuerdo a otro estudiante que confesó cómo el amor de su padre por Bob Marley talló sus listas de reproducción.
A mí me fascinó que la situación con mi padre fuera diferente, porque desde muy pequeño recuerdo cómo en los viajes en los deteriorados carros que teníamos en casa el radio apenas y soportaba un par de canciones. La música le ardía su corta mecha musical.
La ironía en retrospectiva sobre la música ahora es más fascinante. A mis doce años, mi familia comenzó a pagarme clases de guitarra clásica en una academia cercana a mi casa. Lo más encantador es que, en mis mis fotografías mentales, mi papá y el resto de mi núcleo familiar no faltó a ningún recital, fuese en el parqueo de la academia en los conciertos de fin de año o en la única banca llena en una iglesia de San Pedro.
Ahora, que me dedico de lleno a escribir y no a tocar la guitarra, su percepción con la música es distinta. En el radio del carro, en el parlante que uso mientras me ducho, en la bocina de mi cuarto que prendo cuando leo, logra soportar –y en alguna manera disfrutar– lo que escucho, sea rock, hip-hop o salsa. No importa.
Creo que ya hasta el gusto le ha agarrado porque hasta el mismo reggaetón lo ha hecho cantar Te boté cuando limpia los platos en el fregadero.
Cuando canta, lo hace con la sonrisa marcada, como si estuviera jugándose una broma consigo mismo.
Es curioso porque no recuerdo a mi padre llorando. He escuchado de veces que lo ha hecho en el pasado, pero eso es muy diferente.
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En la memoria tengo a mi padre a un lado en decenas de funerales y no recuerdo una sola de sus lágrimas llegar hacia el usual saco negro que utiliza en tales ocasiones.
Tampoco lo recuerdo saludándome con un apretón de manos. Siempre ha sido de un abrazo o una sacudida de hombros honesta.
En este sueño que tuve, justamente me tomaba de los hombros para felicitarme por convertirme en padre. Él fue el único de mi familia que apareció en el sueño, por cierto.
Es algo muy particular porque desde hace muchos años he pensado en que me gustaría ser padre en el futuro.
En ese sueño que me revolcó, abandoné la sala de mi casa para ver a mi padre llorando al otro lado de la ventana. Era una casa que sin duda no era la nuestra, pero en los sueños todo tiene sentido.
Al salir de ese desconocido hogar, me topé con una niña que no me tuvo que decir nada para saber que era mi hija. Tenía un lápiz gigante en la mano y escribía una palabra que el sueño no me permitía discernir.
“Papi, quiero ser escritora”, me dijo, y la garganta se me hizo remolinos.
Yo le acaricié el cabello rubio y le busqué los ojos. Tenía el pelo desordenado e intenté acomodárselo sin mucho éxito.
A la espera de mi respuesta, tan solo le supe contestar con calma: “pues espero que llegues a escribir mejor que tu padre”.