Suena escalofriante, pero es cierto: Quienes crecimos en Costa Rica entre la década de los 80 y los 90, crecimos con el diablo.Para nosotros, chamacos, invocar al demonio en aquellos tiempos era tan fácil como reunirse en el recreo a juntar 6 lápices de color para jugar “Miguelito”: por mucho, el mayor de terror de una madre ochentera promedio. Pero lo cierto es que ni siquiera había que llamarlo, porque según quienes más le temían ¡el diablo estaba en todo lado!
¿Recueran los trolls ? ¡Eran satánicos! Desde los tamagochis, pasando por los tatuajes de los chicles Pogo, la evidentemente diabólica diva brasileña Xuxa, los perversos y coloridos Teletubbies, los Gremlins, los muñecos repollo, hasta las Pepsi-cards y los infernales Gira-Tosty. Todo era satánico según curas de dudosa reputación, que esparcían el miedo desde radioemisoras con nombre de virgen, entusiastamente secundados por el periodismo sensacionalista y la televisión confesional, siempre con usted.
Mientras unos metían miedo, el pisicuidas estaba en todas. Era perfectamente visible al invertir el logo de los Chicago Bulls, advertían por igual predicadores de tarima y bigotudos conductores de noticieros en tecnicolor. El cachudo estaba en el sol de las etiquetas de Coca-Cola, en las canciones de Queen, de Metallica, de INXS, de Gloria Trevi ¡y de Pimpinela! (¡De Pimpinela!) Oculto subliminalmente en una de cada dos películas de Disney, en los sueños de Santi y Josefina la ballena, en el Moonwalk de Michael Jackson, en la Lambada de Kaoma, la Macumba de Verónica Castro, y el Vuela vuela de Magneto… ¡Magneto por el amor de Dios! Eran satánicos Los Pitufos, Los Simpsons, Los Thundercats, el perro de doña Cleotilde y por supuesto, el himno por excelencia de la paranoia satanista criolla: el Hotel California de The Eagles.
Bien dicen los mexicanos que “donde el diablo no mete la mano, mete la punta del rabo”. Según aquel delirio paranoide, ¡aquí tenía metida la jupa hasta en la sopa!
Pero algo pasó con el ocaso de la década, del siglo y del milenio. El diablo fue una suerte de one hit wonder que se extinguió con la llegada del Y2K. Desapareció como recurso fácil para disfrazar de miedo todo lo que era distinto, nuevo, ajeno. El grito de ¡el coco! para que ninguna oveja sacara un pelo del corral. Un comodín genérico que acabó por esfumarse como se disipa todo lo que no resiste cuestionamiento.
¡De cuántas otras vergonzosas tonterías nos han llenado la cabeza! Pero más importante aún: de cuántos demonios nos hemos exorcizado, como sociedad, como generación, conforme avanzamos hacia la racionalidad, y la comprensión profunda del valor de la diversidad: cultural, étnica, sexual, académica, ideológica, y sí, religiosa. No falla nunca: no hay mal que por bien no venga.
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