“Mirá, la casa”.
Quisiera decir que, a 10.000 pies de altura, tuve revelaciones importantes.
Quisiera decir que reflexioné sobre lo lenta que se ve la vida desde las alturas, lo insignificantes que resultan ser los problemas. Quisiera decir que me consternaron las marcadas divisiones de clase, la huella humana en la naturaleza; lo mucho de pocos y lo poco de muchos.
Quisiera decir que sentí una conexión profunda con la naturaleza, valiente, caótica y sublime, que persiste ante el consumo de nuestra especie; que me sobrecogió la ligera curvatura del horizonte, más marcada conforme nos elevábamos más. Quisiera decir que me sentí todo y nada.
Todo lo anterior pasó, sí, pero no hubo momento más emocionante que cuando, mientras hacíamos un corte transversal de la Gran Área Metropolitana a creciente altura, distinguí un techo en particular de entre todos los techos de San José: el mío.
“Uy, mae, ahí está mi casa”, dije, mi voz sonando robótica en la señal del comunicador que permitía que nos escucháramos por encima del ruido: el piloto Gilberto Gómez, los hermanos Sergio y Giancarlo Pucci, y yo volando en una avioneta de Aero Caribe atravesando los cielos de nuestro casco urbano.
Mis compañeros no escucharon mi observación, concentrados en la grandez del paisaje y no en lo minúsculo de mi hogar. No tenían por qué, porque el dato solo era importante para mí; solo yo podía conectar, de alguna forma, con aquellas latas de zinc que se veían diminutas a la distancia. Aquella era mi casa y yo, que la habito, sentía como si la estuviera viendo por primera vez.
Esa sensación, esa misma exacta sensación, multiplíquela por cada uno de los 51.100 kilómetros cuadrados que componen el territorio de nuestro país. Imagine ver la tierra donde usted nació, donde creció, donde come, socializa, va al estadio, se estanca en presas, se ríe, donde usted vive, de donde usted es, imagine verla desde una perspectiva tan obvia como imposible.
Esa es la misión de los fotógrafos Sergio y Giancarlo Pucci, hermanos y autores del libro Costa Rica Aérea, cuyo segundo volumen se publica este miércoles 29 de noviembre.
La obra es una compilación de algunas de las mejores fotografías aéreas que se han tomado de nuestro país, y cubre prácticamente la totalidad de nuestro territorio, en toda su vasta y comprimida exuberancia: desde los cráteres de los volcanes hasta las olas del mar; desde los edificios que se multiplican el San José hasta los caminos que atraviesan los montes y conectan los pueblos más allá de la GAM.
Pa'rriba
Mi vuelo con ellos ocurrió un par de semanas atrás, pero el proyecto hace rato que alzó vuelo; más o menos hace unos cuatro años.
La idea inicial fue de Sergio, mientras hacía un vuelo para un trabajo que un cliente le había contratado. Allí se asoma la primera particularidad de Costa Rica Aérea: a la persona que concibió su idea original no le gusta volar…, pero dejemos eso para después.
Quedémonos en que Sergio le propuso la idea a su hermano, de quien sabía que encontraría el ánimo y el ímpetu y el empuje para materializar el proyecto, y sobre todo las ganas de volar. Giancarlo, en esos momentos, estaba concentrado en la fotografía de árboles, reunida en el libro Árboles mágicos. Ante la propuesta de Sergio, el otro hermano Pucci reaccionó de forma positiva de inmediato.
Recuerdan que, tras el primer vuelo, se sentaron a conversar en un restaurante en Heredia sobre por qué querían hacer el proyecto.
“Queríamos que fuera más que simplemente hacer un libro, que también es emocionante, pero buscábamos una intención más allá de lo artístico”, cuenta Giancarlo, “queríamos mostrar la Costa Rica auténtica”.
“Auténtica” es una palabra complicada y, a veces, traicionera. Cuando se califica algo –o, más aún, a la versión de algo– como auténtico, se corre el riesgo de restar valor a la otras versiones de ese algo. ¿Cuál es la Costa Rica auténtica, y cómo se diferencia de sus otras versiones? ¿Acaso hay una Costa Rica falsa?
Para comprender la respuesta, hace falta regresar al cielo y, desde allí, observar y dimensionar lo que yace miles de metros abajo, en la cotidianidad. Desde las alturas, es inevitable percibir no solo lo finito de nuestro territorio, sino también lo mucho que se aglutina en tan poco espacio.
La diversidad del país no se limita solamente a lo natural, sobre lo cual estamos habituados a escuchar comentarios, sino también a lo humano: vivimos de formas muy distintas, incluso siendo vecinos. En un país tan pequeño, no solo se aglutinan muchísimas especies de flora y fauna, sino también millones de vidas humanas, tan dispares como semejantes.
La conjunción de la riqueza natural con la pluralidad de lo humano, en un conjunto que a veces es balanceado y otras veces es rapaz, es la Costa Rica auténtica de la que habla Giancarlo Pucci; y es eso, precisamente, lo que ambos hermanos querían mostrar con su proyecto.
Retratos desde el vértigo
¿Fue Bahía Ballena o qué? No, mae, fue Corcovado. No, pero ese fue antes. Mae, ¿juntos? ¿El de Guuana? Mae, creo que fue el de Caribe. ¿No?
La memoria puede fallar en los detalles, pero las fotos no: tan pronto se sentaron a comparar resultados tras los primeros vuelos, ambos fotógrafos se enamoraron de las capturas preliminares. Los relatos visuales en las imágenes, la riqueza de los paisajes, la posibilidad de ver desde otra perspectiva lugares que la cotidianidad nos ha hecho pasar por alto. Casi de inmediato, ambos estaban comprometidos por completo con Costa Rica Aérea. Una curva vertiginosa en la pasión por el proyecto aceleró la producción.
A veces volaban juntos, a veces lo hacían de forma separada. Aprovechaban sus visitas a distintas partes del país, por motivos distintos al libro, para hacer sobrevuelos y encontrar nuevas imágenes y nuevos recorridos. Antes y después de cada vuelo, conversaban con una ilusión juvenil sobre lo que encontrarían allá arriba, y sobre lo que ya habían encontrado, comparando referencias y resultados, con la emoción de saber que estaban trabajando un proyecto único.
En el proceso, como una especie de asesor, estuvo involucrado su padre, Juan José, quien no es el mayor fanático de abordar avionetas que se tambalean en el aire. El patriarca Pucci no solamente fue un mentor fotográfico para sus hijos, sino que prestó un ojo externo en la curaduría del trabajo.
Tener un ojo externo ayuda, sobre todo cuando se toman 40.000 fotos y solo se publican 300. La selección al principio fue relativamente sencilla: se escogía en función de los temas y se descartaba con relativa facilidad. Sin embargo, cuando fue momento de diseccionar el grupo de las 600 fotos finales, Sergio y Giancarlo fueron más hermanos que nunca: pleitos por doquier.
Para el segundo volumen de Costa Rica Aérea, el proceso de producción tomó unos dos años; el de posproducción –en cuenta selección, diseño y diagramación– fue de aproximados ocho meses. En el camino, por supuesto, ambas partes se intercalaban: comenzaron a escoger fotos desde el principio, y todavía al final seguían volando en busca de nuevas imágenes.
Las tortugas de Ostional, Corcovado, Tortuguero, Rincón de la vieja, Chirripó, Talamanca al amanecer, el Arenal al caer la tarde, toda la costa del Pacífico norte, la bahía de Santa Elena, las islas Murciélago, Cabo Blanco.
Preguntar por un solo destino que los haya marcado en particular la primera –o la segunda, o la tercera– vez que lo vieron desde el aire es, en realidad, pedir una lista que no parece acabarse nunca, y de la que los hermanos Pucci hablan como si estuvieran otra vez en la avioneta o el helicóptero, a miles de metros de altura, observando cada uno de sus puntos de nuevo.
“Uno puede haber estado en todos estos lugares que cuando lo ves desde el aire, es como si lo estuvieras viendo por primera vez, como si nunca hubieras estado ahí”, cuenta Sergio.
***
Sergio: “He llegado a valorar de una manera diferente lo que tenemos. Se trata de sorprenderse al comprender lo que siempre hemos escuchado: que Costa Rica es muy diversa, pero realmente no lo apreciás. En cambio, cuando tomás cierta distancia y podés verlo, lo atesorás y te reenamorás”.
Giancarlo: “Desde las alturas, sos un observador, ya no un actor del país. En el segundo libro, queríamos transmitir un mensaje principal sobre la temporalidad del paisaje. Al observar, hacemos una reflexión sobre las transformaciones, sobre los cambios, y nuestro impacto en los cambios que suceden en el planeta. Comprendemos que somos parte del paisaje”.
Oficio de valientes
—¿En serio no te gusta volar, Sergio? ¿Cómo ha sido esa experiencia de hacer, quizás, el mejor libro de fotografías aérea del país y...?
—¡Y va cagado! –se ríe Giancarlo.
—La gente cree que estoy exagerando o vacilando. ‘Si ha volado tantas horas, fijo es broma’. Mae, no es exageración para nada. Yo en un boeing de aquí a Nicaragua voy realmente asustado. No me toca más que pasar un rato con miedo, porque nunca me he acostumbrado y ni han disminuido los nervios. Hay días que siento menos miedo que otros, pero nunca se me ha quitado.
El mayor susto que recuerda Sergio ocurrió hace poco. Se habían desplazado al Pacífico sur, acompañados por el videoblogger René Montiel, para tomar fotografías de la desembocadura del río Sierpe. Antes de abordar, Giancarlo le había insistido a su hermano que volaran a baja altitud para capturar las esferas de piedra de la zona; Sergio se negaba, decía que las fotos no saldrían bien.
Ya en el aire, a menos de diez minutos del Sierpe, Giancarlo hizo un último intento: le dijo al piloto si sería posible perder altitud para fotografiar las esferas. Por el ruido que ingresaba a través de la radio, el piloto canceló los audífonos de Sergio y Montiel, quienes viajaban en la parte de atrás de la avioneta; al frente, el encargado de la aeronave conversaba con Giancarlo.
Así, Sergio, quien le teme a volar, veía al piloto y a su hermano gesticular sin que él pudiera escuchar qué decía, y de pronto el avión se desplomó. No era un accidente, por supuesto: perdieron altitud súbitamente para poder observar las esferas. Pero eso Sergio no lo supo sino hasta después, cuando el corazón bajó de su garganta de vuelta al pecho, y cuando la sangre dejó de arder en sus venas.
En otra ocasión, durante un viaje en helicóptero en el que sobrevolaron Quepos y Manuel Antonio, los fuertes vientos obligaron al piloto a pedir ayuda a la torre de control del Juan Santamaría; en la torre le recomendaron no volar, pero que si debía hacerlo lo hiciera a través de Orotina.
La nave se movía tanto que Sergio le dijo, mientras sobrevolaban el cantón alajuelense, que se detuviera en una cancha de fútbol; que él se bajaba y cogía bus de regreso a la capital.
Al final, el piloto tomó la decisión de continuar el trayecto. No corrió el riesgo, eso sí, de seguir hasta Pavas, de donde habían salido; tuvieron que detenerse de emergencia en el Juan Santamaría.
Ambos hermanos han tenido experiencias que los han puesto nerviosos, pero las ven como gajes de un oficio que los apasiona y los recompensa constantemente. Para Sergio, la fotografía es la boya que lo mantiene a flote: concentrarse en la labor le permite distraerse y sobrellevar los temores.
Observar más que ver
Nuestra avioneta sigue ascendiendo hasta que, a los 12.000 pies de altura –unos 3.657 metros–, nos estabilizamos y comenzamos a rodear primero el volcán Irazú y, después, el Turrialba; de este último cono nace una pluma de humo que parece estática, como una señal permanente de que la montaña está viva.
Desde la cara oriental del volcán, se atisba no solo su magnífica fumarola sino la cima del Irazú y, más allá, de fondo, como una alfombra de concreto, la ciudad en ebullición. San José se ve calma, lenta, perezosa; mientras el sol trepa por encima de nosotros y los valles se llena de luz, la accidentada geografía de nuestro país parece despertarse de un largo sueño.
En el trayecto, Sergio y Giancarlo Pucci no dejan la cámara de lado en ningún momento. Sea para grabar o para capturar fotografías que, de momento, no aparecerán en ningún libro. No hace falta: para los hermanos, cualquier oportunidad de observar y capturar el país desde el cielo es válida por sí sola. Cada vez, es como si volvieran a conocer cada destino por primera vez.