Asquerosamente mala. La celestina de Jeffrey Esptein y proveedora de “carne fresca”, para los apetitos sexuales de su selecta red de ricos y poderosos amigos, es de la peor clase de virus que amenaza la salud pública del mundo.
La vida de Ghislaine Maxwell lanza por tierra todas las ideologías que relacionan la criminalidad con la pobreza, la ignorancia, el maltrato y las condiciones sociales.
Hace casi un año, su amante, socio, y compinche -Jeffrey Epstein- apareció extrañamente colgado de una sábana en el Correccional Metropolitano de Nueva York, donde esperaba un megajuicio por depredador sexual.
El pasado martes 14 de julio, Ghislaine compareció ante una jueza Alison Nathan. Vestía ropa de papel, y está vigilada 24 horas en una celda de cuatro metros cuadrados.
Ahí esperará su juicio. Afuera, una jauría de lobos atisba a su presa, para partirle el gaznate.
¿A quiénes puede hundir la lengua de Maxwell? Desde Donald Trump, para abajo hasta aquellos quienes disfrutaron de un viaje en el “Lolita Express”, el avión privado de Epstein: el Príncipe Andrés, Bill Clinton, Lex Werner y una suculenta lista de celebridades.
La cabellera más apetitosa es la del hijo preferido de la Reina Isabel II, el fogoso pelirrojo, quien heredó todos los vicios lujuriosos de sus antepasados reales.
Hija de tigre
La vida es un misterio. La de Ghislaine una tragedia griega, con toques de telenovela hispana: suicidios, muertes, nombres falsos, ambiciones huracanadas, dinero por toneladas y sexo, en cantidades industriales.
Si ser la amante de un pedófilo, violador y alcahüete de los “machos alfa” de la élite mundial, ya le daba méritos para la infamia; los antecedentes paternos auguraban un destino siniestro para la hija preferida de Robert Maxwell.
El patriarca Maxwell era un judío checoslovaco, nacido en la más rampante miseria; desguazó nazis a cuenta del ejército británico; estos lo condecoraron y lo hicieron inglés. Con ese gentilicio cimentó una fortuna.
Tras la Segunda Guerra Mundial montó una tienda de libros médicos y científicos; entró a saco en la prensa y compró tabloides como The Mirror, colocó unas libras en MTV Europe y otros millones en MacMillan, el dinosaurio editorial yanki.
Robert era un tipazo. Pesaba 140 kilos, podía tragarse 10 litros de champán al día, era políglota, capaz de todas las maldades pero, para solaz de los envidiosos, solo sabía firmar, era ágrafo.
Antes de que un tartamudo pudiera decir “supercalifragilisticoespialidoso” amasó una fortuna escandalosa; con ese botín tuvo pase directo a la realeza, adquirió una mansión de 53 habitaciones y engatuzó a Elizabeth Meynard.
Ella era una noble francesa venida a menos por la guerra, quien aportó nueve hijos al patrimonio hogareño, para salvar la “raza blanca.” Ghislaine fue la favorita, tanto que endosó su nombre al yate familiar, estudió en Oxford, convivió con todo el que era alguien en el mundo y su juvenil existencia fue hacer nada.
Con 20 años cruzó el charco para asentarse en Nueva York; por esos días su padre tuvo la triste ocurrencia de resbalarse en la cubierta del Lady Ghislaine, y morir ahogado.
La desgracia fue otra. Robert era un fraude viviente. Dejó deudas con 43 bancos, una jarana de 50 millones de libras con el Banco de Inglaterra; desfalcó los fondos de pensiones de sus empleados y no le heredó ni un penique.
Acosada por la ignomiosa idea de trabajar para sobrevivir, apeló a las artes eróticas; siguió como animadora de la alta sociedad, trabó amistad con un tal Donald Trump y armó mancuerna con su alma gemela: Jeffry Epstein.
Así fue como se juntó el hambre con las ganas de comer. Después de su padre – un canallla desfachatado- Epstein fue el hombre más importante en la vida de Ghislaine, solo que era un temerario megalómano.
Madame de lujo
Epstein la llamaba “mi amiga” y ella, agradecida con su señor, le diseñó un anillo para el tráfico de menores, formado por la vasta red de conocidos de ricos y depravados.
En un tris Jeffry pasó a ser un defensor ambiental, encabezó campañas para salvar los océanos; habló en las conferencias TED y merodeó como una mariposa por los exclusivos círculos sociales de América y Europa.
Pronto partió migas en la boda de Chelsea Clinton, posó con Arianna Huffington y Martha Stewart, y robó cámaras en Vanity Fair con Elon Musk. Pero, la vedette era Ghislaine.
Si el lector la viera ahora, vestida de presidiaria, y enjaulada como un pajarito mojado, apenas podría imaginar el estilo con que seducía, atraía, endulzaba y enamoraba a las jovencitas, para servirlas a los deseos de los clientes de Epstein.
Un amigo de la familia, Christopher Mason, la describió en el esplendor de su madurez: “fantásticamente amena, graciosa, vulnerable. Era hermosa, con cabello negro corto, aretes largos, pantalones o ropa ajustada y zapatos con tacón alto.”
Ghislaine tenía desbordado el histrionismo y llevaba su personalidad al límite, era el centro de gravedad de toda fiesta en Nueva York, desde un baby shower hasta un sex party.
Entonaba canciones que podían enrojecer a un fauno, hablaba con liberalidad de sus correrías sexuales, sus historias salaces eran la comidilla de la estirada sociedad neoyorquina.
La “socialité” lucía delgada para su amante, gracias -según ella- a la dieta “Auschwitz”. Cuando le preguntaban por el nombre, decía: “la que los nazis pusieron a los judíos. Sencillamente no como.”
Tenía su propio avión privado, mansiones en Manhattan y Florida. La primera era de cinco pisos; ahí vivió con Epstein, un desheredado de Coney Island, que apenas terminó el colegio y ella lo conectó con reyes, príncipes, políticos, empresarios, luminarias y sepa Dios quien más.
Chicas basura
Ghislaine y Jeffry compartieron cama y negocios. Él organizó una red de pedófilos; ella consiguió los clientes, algunos deslenguados la vincularon a pervertidos como Harvey Weinstein o mentirosos como Clinton.
Los testigos en su contra juran que era la asistente, ama de llaves y organizaba la vida de Epstein; si bien su labor consistía en reclutar menores, ganar su confianza y atraerlas a las perversas garras de su concubino.
El negocio prosperó pero la relación se acabó en el 2008, justo cuando condenaron a Jeffry a 18 meses de cárcel por prostitución de menores. Eso no la deprimió, más bien siguió con la juerga y en el 2015 desapareció del mapa.
La casa donde vivió en Nueva York la vendieron en $15 millones y borró su rastro, hasta que tras casi un año de buscar hasta debajo de las piedras, la policía logró cazarla en un lugar digno de su alcurnia: la mansión Tucke Away.
En una comparecencia virtual -al estilo covid-19- la demacrada Maxwell lloró como una Magdalena, cuando la enviaron a seis meses de prisión preventiva, acusada de media docena de cargos por tráfico de menores.
Sus defensores solicitaron una fianza de $5 millones, avalada por seis personas y una propiedad de casi $4 millones en Gran Bretaña. También aceptaron entregar los tres pasaportes de la acusada: estadounidense, francés e inglés.
Incluso, rogó a la jueza Nathan, que tuviera piedad porque podía contagiarse del coronavirus; pero de nada valieron sus quejas y tendrá que esperar al otro año, si está viva, para demostrar su inocencia.
Como una rata en un laberinto, la muerte es la única salida. Ahora es una apestada, proxeneta, y de estar en la lista de los VIP pasó a la de los abusadores sexuales.
A los 58 años, si le van bien podría quedar libre a los 70, pero sin un centavo porque todo lo gastará en abogados; y pocos de sus entrañables compañeros de juerga querrán tomarse un té, al atardecer, con una convicta sexual.
Nació con estrella y acabó estrellada. Cometió muchos errores, pero el más grave fue hacerle cosquillas a un dragón dormido.
Todas las historias y un epílogo
* La madre. Elizabeth Meynard dedicó su vida a estudiar el Holocausto, se doctoró en Oxford a los 60 años y murió en el 2013, en un apartamento prestado y pequeño.
* Las hermanas. Cristine e Isabel, las gemelas de la familia Maxwell, se casaron con hombres poco convencionales; la primera con Robert Malina, cienciólogo y ocultista; la segunda con Al Seckel, investigador de fenómenos paranormales.