Lo veían como a Quasimodo. Era una cicatriz pegada a un niño. Huyó, sufrió y lloró. Bilal Yusuf Mohammed padeció dolores y contrastes, pero salió del poso de sombras de su vida y escaló hacia la luz.
A cada paso que daba hacia el podium para recibir el premio al mejor jugador de Europa, en la temporada 2012-2013, recordaba a los enemigos, las risas maliciosas y los ojos clavados en aquella deformidad cosida a su rostro con 100 precisas puntadas.
Ya no había revancha ni coraje. ¿Para qué? Más bien los aficionados peleaban por tomarse un “selfie” con él, recibir un autógrafo, posar para las cámaras de televisión y estar al lado de Franck Ribéry, como le conocen el planeta fútbol.
¿Cómo llegó ahí Franck? Pasó por encima de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, dos supernovas del fútbol. De ser un jugador talentoso, pero pendenciero, se transformó en un hombre disciplinado y concentrado en el éxito deportivo.
Nada de entrenadores maravillosos –que los hubo–; ni padres trabajadores –que los tuvo–; ni amigos juiciosos –uno que otro–. La tabla de salvación de Ribéry fue una joven argelina, que hoy es su esposa: Wahiba Belhami.
Ella cambió su carácter y Franck pegó un salto. Pasó del misérrimo campeonato francés al turco –algo así como de las brasas al fuego–; de ahí a la selección gala y finalmente a los 24 años recaló en el Bayern Munich, donde su genio refulgió.
Sin Wahiba la carrera de Ribéry tal vez no existiría ni se habría escrito en un molde dorado. Belhami lo reconstruyó; hasta hizo de tripas chorizo después de que su marido quedó envuelto en un escándalo sexual.
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Las autoridades francesas lo acusaron de sostener relaciones sexuales con Zahia Dehar, una prostituta que al parecer era menor de edad cuando ocurrieron los hechos, en el 2009.
Mientras se resolvía el caso, la nueva “Diana de Poitiers” –célebre cortesana del siglo XVI y querendengue de Enrique II– capitalizó su fama a costillas de Ribéry y pasó de pelandusca a diseñadora de lencería y modelo.
La “barbie magrebí” –como la calificó la prensa barriobajera francesa– exhibió sus creaciones en la exclusiva boutique L’Eclaireur de la rue Boissy d’Anglas, a una pedrada de la venerable Faubourg Saint-Honoré.
De cobrar 700 euros por la “melánge” que sostuvo con Ribéry –y Karim Benzemá, por cierto– Dehar se encumbró al Parnaso de la alta costura, asida al santón de la casa Chanel –Karl Lagarfeld– quien la tomó como musa de su ropa íntima y rindió París a sus augustos pies.
Finalmente, la justicia absolvió al jugador y se libró por los pelos –literalmente– de tres años de prisión y 45 mil euros de multa.
Rey de Bavaria
Era un expósito. En las sombras alguien lo dejó a las puertas de un convento, un 7 de abril de 1983; justo el año en que Al Pacino estrenó Scarface, un guiño satánico del destino que lo marcaría más tarde y lo templaría en la fragua del desprecio.
A los dos años, en un accidente vial, salió disparado por el parabrisas delantero de un auto. Quedó en media calle –vivió merced a su Ángel Custodio– pero con la cara cuadriculada por las heridas; lo cosieron –más que a un balón de fútbol– con un centenar de suturas.
“La gente me decía: mira lo que tiene en la cara, mira su cabeza, qué es esa cicatriz, es feo.” Adonde pusiera un pie las personas lo veían asombradas, y no porque fuera bueno o porque tuviera un nombre poco francés, ni por su talento para el fútbol, si no por la marca, aquella costura que le cruzaba el lado derecho del rostro, como el Gran Cañón.
“Aunque era joven y me molestaba, nunca me fui a la esquina y empecé a llorar. Nunca, nunca, nunca… pero sí sufrí”. Con los años ganó mucho dinero y tal vez pudo reconstruir su cara, pero “Jamás me haré una cirugía estética, las cicatrices son parte de mi”.
Las risas, las burlas nunca lo sometieron, más bien templaron su carácter y encontró en la pelota una razón para seguir vivo. Ninguno de la chiquillada del convento jugaba mejor que él; su vida fue una lucha constante y templó su tenacidad en los dolores y los desplantes.
Al fin una pareja piadosa –Francois y Marie Pierre– lo sacó del convento; igual se quería ir porque sus aires de revoltoso no calzaban con los silencios y los rezos.
En lugar de ir a la escuela en su natal Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia, prefirió trabajar con su padre como aprendiz de albañil. Apenas tenía un rato libre se iba a la calle con la bola, para construir su futuro a las patadas.
De joven Ribéry gastaba el tiempo en los sitios más sórdidos. Cuando no estaba borracho, peleaba a mano limpia con los marineros o los estibadores del puerto; a veces para sacarse la rabia interna, en otras, solo para demostrar que tenía sangre y no atol.
Comenzó su carrera en el equipo del barrio, Union Sportive de Boulogne Côte d’Opal. Pasó por Alès, Brest y Metz; saltó al Galatasaray, de Turquía, y como no le pagaban regresó al Olympique de Marsella.
Fue seleccionado francés cuando conquistaron el subcampeonato en el Mundial de Alemania 2006 y finalmente recaló en el Bayern Munich, hasta el día de hoy que firmó su último contrato con la máquina teutona.
La vida de Franck Ribéry fue machacada en un mortero y construyó una carrera a punta de cincel, cemento y ladrillos; entre sombras y luces, aferrado a dos motivos: el balón y la cicatriz.
Moldeado por el amor
El díscolo e irascible Franck Ribéry es solícito y manso cuando siente la mano suave de Wahiba Belhami, su esposa de origen franco argelino, quien domó sus ímpetus y encauzó su talento. Cuando decidieron casarse, en el 2002, Ribéry se convirtió al islam y cambió su nombre por el de Bilal Yusuf Mohamed. Los dos eran amigos de la infancia y en la juventud volvieron a encontrarse en una fiesta. La sólida relación estuvo a punto de estallar debido a las malas compañías y aventuras eróticas del jugador, pero ella se mantuvo firme y conservó la unidad hogareña en torno a sus tres hijos.