Como lo cantaría José Feliciano – “después de ‘Marito Mortadela’ qué...”
Casi seis años han pasado desde que el rey del tarareo josefino apagó su voz para siempre. Ya no se le ve galanteando, ni gruñendo, ni dando “serenata” con su vieja y destruida guitarra. En la capital no queda rastro de Mario Alberto Solano Quirós– su verdadero nombre–, y a pesar de que muchos transeúntes lo extrañan y afirman sentir el vacío de su ausencia, lo cierto es que la capital nunca ha parado de “sonar”.
Nuevos y viejos músicos, así como otros que “juegan" o dicen serlo, animan todos los días el paso acelerado de los costarricenses en la Avenida Central. Son la banda sonora de una capital que suena a arpa, a guitarra, a violín, a maracas o a marimba, una orquesta desperdigada por el mar de adoquines que todos los días lucha por vencer los pitos de los carros, las tiendas bulliciosas y los gritos insistentes de los vendedores ambulantes, pero sobre todo, la indiferencia.
¿Quiénes son? ¿porqué tocan o intentan tocar allí? ¿qué los anima?. Las poquitas monedas que cazan en el sombrero ¿son suficientes para vivir?
En las melodías de las cuerdas que rasgan, de las piezas que cantan o de las teclas que tocan cada uno grita una parte de su propia historia. Pero cuando el artista callejero calla y se va para su casa, la melodía completa de su vida queda al descubierto.
Los sonidos de La Esmeralda.
El bar restaurante La Esmeralda, aquel bar josefino que por muchos años fue punto de reunión de los mariachis y tríos más importantes de San José ya no existe. Pero si usted pudiera hundirse en la mirada de don Teodoro Lozano, le aseguro que vería aquellas noches de bohemia calcadas en su retina.
85 años de edad, piel morena, liberiano. En los años 90, después dejar su tierra guanacasteca e instalarse en San José, Teodoro dedicó sus mejores años a cantar con el trío Los Lozano, en La Esmeralda. Desde allí fue contratado para tocar en centenares de serenatas, animar cumpleaños y amenizar compromisos de matrimonio, pero ahora nada de nada.
En materia musical, Teodoro está completamente solo. A sus antiguos compañeros de aventuras o les ganó el peso de la vejez o ya murieron.
“Se retiraron. Están muy mayores ya, como yo. Entonces quedé solito, en esta calle, sentadito, ganándome lo que Dios me repare”, cuenta a Lozano, quien con su guitarra acústica y melancólicas melodías, se apuesta todos los días al frente de la tienda Ekono.
No tiene pensión don Teodoro. Espera que un día le aprueben la “no contributiva”, pero mientras tanto se la juega con los aproximadamente ¢6.000 que logra juntar al día.
“Con eso compro la comidita y si alguien me regala algo ahí me la voy jugando. Es que además yo tengo que velar por mi esposa y dos hijos que están en la casa. Ello no tienen buenos trabajos, uno piratea por por ay..., y el otro anda estudiando algo de inglés, no sé exactamente”, comenta algo apesumbrado.
Nunca imaginó vivir tal situación. Cuenta que en La Esmeralda le iba muy bien económicamente, hacía “buena platilla” y hasta le alcanzó para comprarse una casa en Desamparados. Por eso, “juerciarla” como lo está haciendo ahora, no estaba en sus planes.
“Antes este negocio era bueno bueno. Figúrese que yo en La Esmeralda, por lo menos por lo menos, me llevaba unos ¢100.000 a la semana y en ese tiempo era plata. Buena plata. Con eso me mantuve tamaño tiempo”, comenta con un dejo de sonrisa.
“Además tengo que decir que yo tenía un carrito para jalar gente. Digamos que era medio pirata. Entonces bueno, aunque me iba bien, diay yo no tenía un trabajo fijo y por eso ahora no tengo pensión. Esa fue la tirada”, agrega.
Pero aún así don Teodoro le pone ganas a la vida, aunque a decir verdad cuesta un poco notarlo. Es que los arpegios que suele tocar suenan a amores perdidos, a nostalgia, a memorables tiempos que no volverán. A tristeza. Eriza la piel escucharlo cantar Contigo aprendí, de Armando Manzanero, pues al interpretarla don Teodoro pone todo su esfuerzo para sacar una voz bella, pero notablemente debilitada por el tiempo.
¿Qué pensará don Teodoro mientras la canta? No no dijo nada cuando le preguntamos. Quizá recuerde cuando conquistó a su esposa, cuando era un jovencillo lleno de sueños o en todos los aplausos y las risas coleccionadas en las noches de serenata.
O quizá, simplemente, no piense en nada más que en el presente, pues de vez en cuando vuelve a ver su canasta y parece preocuparle que no hay más que cinco monedas de ¢100 haciendo ruido en el fondo. Pero lo peor de todo no es eso, para nada, lo que parece inquietarlo más es que nadie, o muy pocos, se detienen a escucharlo...como en La Esmeralda.
Suena el arpa llanera.
Allá en Colombia suena fuerte la famosa música llanera, aunque desde hace 11 años también en Costa Rica. Es Édgar Rodríguez, quien con su armoniosa arpa, complace los oídos josefinos con las singulares y alegres melodías de ese género tradicional sudamericano.
Resulta imposible no caer embrujado con su arte. Las cuerdas del arpa resuenan juguetonas por el bulevar capitalino y, como en automático, la mirada no se resiste: hay que buscar cuál es la fuente de aquellas melodías.
Es que de Colombia conocemos el vallenato, las caderas de Shakira, la camisa negra de Juanes y la efervescencia rítmica de Carlos Vives, pero la música llanera es un placer pocas veces explorado en Costa Rica. Por eso, lo que don Édgar interpreta, de cierta manera hasta resulta exótico para nuestros oídos.
“La música llanera es lo que se escucha en los llanos orientales de Colombia y los llanos occidentales de Venezuela. Es una música muy alegre y yo siento que a los costarricenses les ha gustado mucho. Al menos al principio les llamaba mucho la atención”, dijo Rodríguez, dejando en evidencia el monumental orgullo por la tierra que lo vio nacer.
Don Édgar no quiso profundizar en las razones que lo trajeron a Costa Rica. Revela, sin embargo, que dos de sus hijas se vinieron a trabajar al país y que consideró no quedarse solo por allá y acompañarlas también en su aventura tica.
“Terminé quedándome por aquí, ya que me gustó la gente, el clima, todo. Luego comencé a vivir de esto, de la música, y la verdad me comenzó a ir muy bien. A Colombia dudo que vuelva, porque por allá hay mucha competencia musical y la situación laboral no está muy buena que digamos”, agregó.
Mientras sus dedos parecen volar por las cuerdas del arpa, don Égdar cuenta que últimamente tocar en la calle no es tan buen negocio.
“La situación económica se nota que ha bajado. No está nada bien. Por eso, además de esperar una ‘colaboracioncita’, aquí ando unos discos para vender a 2 x¢5.000, o a veces los dejo en ¢2.000. El precio depende, si la gente se pone muy...muy...usted sabe, se lo dejo barato. También espero que me contraten en algún evento privado. Ojalá, pues me ha ido bien cuando ha pasado”, finaliza con tono esperanzado y vociferando a los cuatro vientos su número de teléfono.
Don Édgar agrega: “es que no queda de otra, hay que echar para adelante”.
La cuerda de Aserrí y el ‘Guasón’.
No son músicos, aunque lo afirman con categoría. Un día, simplemente, salieron de sus pueblos pensando en ganar unos cinquitos para mejorar su vida, tomaron el bus e hicieron de San José su segunda casa.
Pero –¿qué hacer para ganarse la vida?...– seguramente pensaron. Pues, por qué no rasgar una guitarra –aunque sea de juguete–, o simplemente menear unas maracas, –aunque falte el ritmo–.
No tocan juntos, ni siquiera se conocen. Mario Ríos, el de la guitarra, es de Aserrí, mientras que Édgar Jiménez, el de la maracas, es de Los Guido de Desamparados.
Don Mario sonríe mucho, pero casi no habla. Es un adulto mayor que no supo decir su edad, pero aparenta rondar los 70, más o menos. Conmueve verlo, porque además de parecer muy vulnerable, mira y responde con la inocencia y la ternura de un cariñoso abuelo.
Todos los días, muy cerca del Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural, en la Avenida Central, a don Mario se le ve luciendo una camisa de cuadros y un modesto sombrero blanco. Se sienta en una pequeña grada, que pertenece a un negocio cerrado, y con la guitarra en sus regazos toca sin sentido una cuerda. Una y otra vez, una sola cuerda.
Suena y suena su guitarra, sin parar, y Don Mario sigue ahí, quieto. Si le hablan sonríe, si no, solo agacha su cabeza y sigue tocando.
“Yo nunca he tocado la guitarra, hasta que me vine aquí, hace dos meses fue que empecé”, confiesa sin sonrojo.
“Estoy aquí para ver si un ‘cinquito’ se me arrima. Un cinquito por lo menos. ¿Quiere echarme una muchacho?. Es que vea, yo tengo una pensión no contributiva, pero para pagar el aposento y todo eso, es muy poquito, muy poquito. No me alcanza pa’ nada”, se queja.
¿Y cuánto dinero hace don Mario?
–"Ah no, poquitillo, poquitillo. Pero ahí se va revolviendo, con eso me la juego para ir por la vida".
LEA MÁS: Avenida Central Rogelio Fernández: a 100 años de su bautizo
¿Y qué toca usted? ¿Qué canciones?
–"Ah no, no, música música. Una cosita cualquiera. Cualquier cosa, música, música, me gusta mucho", responde cortante, como esquivando la pregunta. En ese momento vuelve a tocar la cuerda, fuerte, como tratando de ahogar con ruido el incómodo interrogatorio. Vuelve a sonreír, luego se pone serio.
A unos 300 metros de distancia está el Guasón de la muerte, o mejor dicho don Égdar, el de la maracas, vistiendo una singular máscara del alocado archienemigo de Batman.
“Soy el Guasón de la Muerte, o la cobra blanca de la muerte. No se se sabe que es este Guasón. Es un bicho extraño....uyyy... me voy a llevar a los malos al valle de las tinieblas blancas, a morirrrrr”, expresa como poseído y gesticulando el desamparadeño, quien tiene 54 años de edad.
Al igual que don Mario, no parece conocer mucho sobre música. Agita sus maracas sin mucho sentido, pero don Édgar afirma ser curtido en el oficio de los pentagramas y las corcheas.
“Yo he sido músico toda mi vida. Soy el músico de las maracas, de las maracas. Eso sí, yo usualmente trabajo en jardinería, pero cuando no estoy en eso, vengo aquí a hacer el show. Llego como a las 3 p.m. y me voy como a las 8 p.m.”, agregó.
Dice vivir feliz tocando las maracas y de interpretar a su singular Guasón; sin embargo, también se queja de algunas personas que lo han agredido mientras toca.
“Sí, vieras, es que me han botado y todo. Muy feo. No se por qué, gente endiablada yo creo que es”, comenta dolido.
Unos minutos después de hablar con don Édgar, la dependiente de una tienda me advierte que al Guasón de la muerte le gusta asustar a los niños y eso, a muchos padres, no les cae nada bien . Me quedo observándolo y sí, don Édgar hace unos gestos extraños y los chiquitos le pasan de largo.
Es un tipo singular, algo tosco y no es fácil entablar un diálogo corrido con él. ¿Quién sabe?...digamos que, incluso hablando, el personaje del Guasón se apodera por instantes de todo su ser.
Así suenan las rancheras.
Justiniano Orozco ya es famoso en el paisaje josefino. A diario, con su típico saco beige y un sombrero gris, se apuesta en las cercanías de Burger King a tocar un empolvado violín.
Tiene 86 años y dicen que cuando joven tocaba el violín en orquestas y en diferentes mariachis que se agrupaban en San José. Llevó una vida muy activa don Justiniano, pero ahora dice sentirse “decaído”.
“Yo me vengo para aquí porque no me gusta quedarme en la casa solo. Yo soy viudo, vivo en Tres Ríos y vivo con mi hija, pero ella trabaja todo el día y no me gusta quedarme triste ahí”, comenta en voz bajita.
Don Justiniano, como casi todos los músicos callejeros de la capital, sobrevive con las monedas que le donan los transeúntes y una pensión no contributiva.
“Me va regular. La pensión no alcanza para mucho, pero ahí nos la vamos jugando”, confiesa.
De don Justiniano, lo que más impresiona es su disciplina. De lunes a sábado, el violinista toma el bus desde Tres Ríos para estar a las 9 a.m. en San José. Llega puntual, luego de caminar unos 300 metros ayudado por su inseparable bastón.
Luego coloca su silla, saca su violín y la música ranchera comienza a sonar. Dice mucha gente que “no toca nada”, pero don Justiniano no escucha las voces necias. Él toca y listo, con un instrumento que hace dos años le fue donado por un grupo de buenos samaritanos.
“Sí, este violín me lo regalaron, aquí mismo en San José. Es que el que yo tenía estaba muy viejo y dañado. Un día llegaron un montón de personas y se pusieron a aplaudirme, yo no sabía por qué, la cosa es que traían este violín tan bonito”, rememora Justiniano.
Justiano fue feliz el día del famoso regalo. Fotografías de medios de prensa, como La Teja, dejan ver al anciano con un semblante iluminado, que no se parece en nada al que tiene ahora.
Además llama la atención un detalle. Don Justiano pasa todo el día sin moverse de su silla y uno se pregunta cómo hace para alimentarse. La respuesta sorprende y hasta asusta un poco.
“Solo como algo cuando pasan vendiendo por aquí, una señora. Sino pasa, no como nada, y así me quedo hasta que llego a la casa, pues ahí sí me da mi hija”, confiesa el adulto mayor, quien usualmente arriba a su hogar a eso de las 6 p. m.
Dejamos a don Justiniano para toparnos, unos 200 metros más abajo, con un amante de las rancheras y los boleros. Se trata de Víctor Díaz, un no vidente que canta en la capital muchos años antes de que Marito Mortadela se hiciera famoso.
De hecho, dice don Víctor que tiene 50 años de hacer música en la capital. Empezó tocando dulzaina y güiro, pero afecciones de salud lo fueron obligando a cantar únicamente con pista.
“El doctor me prohibió la dulzaina, porque me afecta mis pulmones. Es que yo tengo varias afecciones, además de ser no vidente soy hipertenso, hace poco me operaron de la próstata y también de las cervicales, pero bueno, aquí estoy, luchándola. Me cuesta un poco moverme pero siempre hay gente buena que me ayuda, buenos amigos que aparecen", comentó.
Don Víctor es de Coronado y su equipo de sonido se compone de un parlante con USB, un radio mp3 y una batería de carro que amablemente le guardan en una tienda josefina. No necesita más para que la música haga milagros; alegre a la gente y hasta la enamore, como comprobó el día que, muy sorprendido, alguien le acercó a su mano una pequeña y lisa cabecita.
“Era un bebé. Una pareja me trajo su hijo para que yo lo conociera y yo no sabía por qué. Luego me contaron algo muy bonito, y era que ellos se conocieron un día en San José, mientras me escuchaban cantar aquí”, recordó emocionado.
“Ese día yo canté Sin un amor, un tema del trío Los Panchos. Fue muy bonito eso. Saber que con algo que yo canté se enamoraron y hasta se casaron luego. Me inspiró mucho, me llenó y siempre recuerdo eso con mucho cariño”, agregó.
Cuenta don Víctor que con los años las cosas han cambiado mucho en San José y ahora canta casi que por hobby. "Es que en estos tiempos casi no se saca nada (de plata), esa es la verdad”, se lamenta. De ¢1.300 a ¢5.000 es lo que normalmente obtiene a diario.
¿Qué ocurre? Se queja don Víctor que ahora la competencia es muy “brava, muy brava”
“Antes aquí en San José solo dejaban solo cantar a los ciegos, ahora no. Ahora toca todo el mundo y eso claro que afecta”, concluye.
Ese “todo el mundo” son los demás músicos callejeros, claro está, pero sobre todo las sonoras marimbas.
Sonidos guanacastecos.
Nada más alegre que una buena marimba, y si son dos, mucho mejor. En la Avenida Central, desde hace unos cinco años, marimberos de diferentes partes del país se han convertido en los grandes protagonistas.
La Guanacasteca y Amigos Costa Rica Pura Vida: así se llaman las marimbas que hacen retumbar el bulevar josefino con sus juguetonas y bailables tonadas. Ticos y gran cantidad de turistas se abandonan a sus encantos, por lo que no es nada raro verlos sacar su celular para inmortalizar a los artistas o, incluso, echarse a pista y bailar alguna tonada.
“Esto es muy bonito, muy bonito” exclama en inglés una señora estadounidense que no deja de fotografiar a la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida. Dice que es de Montana (Estados Unidos) y aunque la invitaron a bailar se resistió entre sonoras risas.
“No bailar, no sé”, dice en un español muy básico la turista, aunque era notorio que no dejaba de analizar la tentadora propuesta.
El galán que le pidió una pieza a la “gringa” fue Enrique Leiva, un bailarín empedernido que pertenece a la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida. Con el güiro en la mano, el hombre no para de encender a los josefinos con provocativos y graciosos pasos. ¡Es puro sabor y ritmo!
“Es que vea, le voy a decir, a mí me gusta bailar montones, pero lo que más me gusta de todo es invitar a la gente a que lo haga con nosotros. Es que es muy bonito, porque aquí se apuntan extranjeros, señoras, viejitos y hasta niños al vacilón. Es muy alegre la cosa y todos la gozan”, expresa Leiva con un pícara y radiante sonrisa.
Leiva tiene 75 años de edad y sus compañeros de aventuras andan entre los 56 y los 78 años. En su juventud algunos fueron mecánicos, trabajaron en las bananeras y también en ebanistería, pero pasó el tiempo y sus situaciones laborales cambiaron radicalmente. Hoy día estos marimberos, provenientes de Golfito, San José y Nicoya, tocan en la calle porque les gusta y también para ayudarse un poquito con la pensión.
“Somos pensionados casi todos. Algunos por el Régimen de Invalidez y Muerte, otros por el modelo no contributivo. Di, no queda otra que arrimarle alguito más a la pensión, porque siempre es poquita”, explicó Leiva.
“Además, le cuento una cosa. Nosotros no nos vamos a quedar en la casa, por nada del mundo. Imagínese, noooo, la música es energía, alegría, es todo en la vida. A quien no le gusta la música, sinceramente le digo, está como muerto”, finalizó sonriente, sin dejar de moverse un segundo el inquieto bailarín.
Sin lugar a dudas, la marimba Amigos Costa Rica Pura Vida es un tremendo éxito en la capital. Basta echar una mirada a su canasta recolectora para darse cuenta que lo que decía don Víctor Díaz, sobre la competencia musical josefina, no es ninguna mentira: los de la marimba no solo recogen moneditas, pues adentro del recipiente se ven billetes de ¢2.000 y hasta algunos fuertes dólares.
Caso similar es el de la marimba La Guanacasteca, gerenciada por el nicoyano José Santana. Un hombre de apariencia sencilla que es pensionado de la Municipalidad de San José y aprendió a tocar el instrumento desde los 18 años. Él asegura, que entre los cuatro miembros de la marimba, pueden recaudar unos ¢56.000 al día. Es decir, unos ¢14.000 por cabeza.
Por eso, bajo el sol del mediodía, a todos los marimberos les alcanza para almorzar un buen casado en las deliciosas sodas del Mercado Central. A esa hora tienen tanta hambre que se frotan las manos, paran la música y se dirigen con rapidez a devorar un buen trozo de chuleta, arrocito y frijoles negros.
Todos se van para el Mercado, menos don José. Su argumento para no seguir la procesión es inesperadamente demoledor: –“Es que diay, quién cuida la marimba”–.
“La marimba es mía, si no la cuido yo, ¿quién la va a cuidar?”, insiste. Por eso don José les desea “buen provecho” a sus amigos, los despide con la mano y en total soledad saca una bolsita de un viejo y roído salvaque. Allí porta su sencillo almuerzo, que coloca encima de la marimba e ingiere de pie, al aire libre. Debe estar frío el “gallito”, pero don José se lo come contento y con ganas.
A eso de las 2 p.m., como el resto de músicos callejeros, don José y sus “compadres” volverán a la acción. Sin parar, hasta caída la noche, volverán a darle play a la banda sonora de la Avenida Central, una que alegremente suena a arte y cultura, pero también a tristezas, indiferencia y desigualdad social.
¿La quiere oír?, púes quítese los audífonos, desacelere el paso y empápese un ratito con la música y las historias no contadas de San José.