Entre el torno y sus manos, José Antonio Madrigal Chaves, de 76 años, tiene una productiva cría de chanchitos de barro en Santa Ana. A pesar de que las secuelas de un infarto lo alejan de hacer piezas grandes y pesadas, todos los días él trabaja en su tallercito y así crea una chanchera repleta de alcancías; también hace maceteros y otros objetos.

Con seis décadas en este oficio, este alfarero es uno de los guardianes de esta tradición en ese cantón josefino. Desde pequeñito, estaba fascinado con la arcilla y siempre pasaba al taller de la familia Hernández cuando salía de la escuela. Pasaron los años y contrataron al jovencito para hacer mandados.
Cuando por fin se puso frente al torno con la arcilla entre manos, no hubo vuelta atrás. “Cuando uno se sube por primera vez al torno, tiene la pelota de barro en las manos y empieza a hacer piezas es indescriptible; uno se entusiasma y sigue y sigue. Uno se va rodado porque cada vez le gusta más. Yo ya tengo toda la vida en esto, desde los 15″, cuenta el alfarero que vive en el centro de Santa Ana.
Recuerda que lo primero que él modeló fue un cenicero. “Eran otras épocas. El cenicero se vendía mucho para restaurantes, bares y todo eso. Había muchos cigarros en la calle”, asegura.
Por supuesto con los años adquirió mayor dominio de la técnica y hacía todo tipo de objetos, muchos de gran tamaño.
Sin embargo, los tiempos cambian y el cuerpo también. Luego del infarto, una operación y tomar anticoagulantes debe tomar las cosas con calma. “Sigo trabajando piezas pequeñas, como los chanchitos, floreros y maceteros. No puedo alzar nada pesado”, le repite a uno y se repite a sí mismo. “Estoy contando el cuento de milagro”, agrega.

Los chanchitos de barro le fascinan. Son el producto más buscado en todos los talleres desde hace unas tres décadas, asegura. “Uh… Tengo toda una vida de hacer chanchos. Son muy nuestros y muy buscados. A la gente le gustan mucho las alcancías; uno puede hacer de tortugas o gallinas, pero nada como el chanchito”.
Él los hace y un colega se encarga de hornearlos. En su caso, no los pinta, sino que los entrega en su terracota natural. “Pintarlos es otro proceso, otra cosa. A mí muchos me los compran para pintarlos y luego revenderlos”, detalla.
Los chanchitos de barro, los maceteros y otras tantas piezas le han permitido vivir, “sacar la sustancia”.
Ahora, está consciente de que el suyo es un oficio que se ha perdido mucho en su comunidad. “En 1985 había 35 talleres en Santa Ana; ahora hay unos seis o siete tallercitos nada más”.
No se concentra en los lamentos y vuelve al torno como siempre, como desde el primer día que supo que sería alfarero para toda la vida.

