Era el verano del 2009. Un beso de un oficial nazi rozó su mejilla y sus manos confeccionaban un libro de recetas y fechorías para un brujo. Luis Umaña ha visto mucho. Pronto cumplirá 62 años, ha recorrido lugares inesperados, pero su viaje más habitual es a través del tiempo, cuando corría la década de los 70 y vivía el momento más álgido de su infancia, viendo Viaje a las Estrellas, anhelando “llegar donde jamás ha llegado el ser humano”.
Luis es una “exotiquez”, como dice él, uno de los pocos costarricenses que concibe la arquitectura de un libro como un arte. Uno de los escasos restauradores de libros que lo hace con tanta minuciosidad.
“Para mí, los libros están vivos”, afirma sentado en una silla de madera en su taller, El Diario de los Viajes, un rincón que parece salido de Harry Potter, oculto en la parte trasera de una casa centenaria en el centro de Moravia.
Entre reliquias y objetos históricos, recibe a sus clientes. No da presupuestos sin antes “tocar al paciente”. Hasta entonces, se permite estimar el procedimiento de reparación y el tiempo que necesitará para devolverle la vida a cada libro con las más exclusivas pieles, traídas desde León, México.
Su meticulosa labor, que abarca desde encuadernaciones medievales hasta estilos cinematográficos, es un arte que exige meses de trabajo y múltiples pausas: las fibras naturales, dice, deben descansar.
Cada libro es un reto que toma con cariño. Le sonríe a su niño interior, se coloca una bata, se pone sus guantes y se sumerge en un mundo “mágico y tenebroso”.
“Tu auténtico ‘yo’ está ahí involucrado aprendiendo y divirtiéndose. Cuando estaba jugando, haciendo muñequitos de plastilina, me estaba divirtiendo y estaba aprendiendo también. Eso me apasiona (...). Cuando estoy ahí metido, cambio en el selector a ‘modo niño’ y yo estoy jugando, estoy apasionado”, cuenta.
Este santuario de fantasía y arte, que cumple 16 años de revitalizar decenas de ejemplares, en realidad nació del desencanto.
Era el año 1970. Luis daba sus primeros pasos —sin percatarse— para convertirse en doctor de libros. Era un niño creativo y soñador que apenas regresaba de las vacaciones de kinder para comenzar el primer grado de la escuela.
“Teníamos un cura dominico español, con un carácter del infierno, que nos enseñaba caligrafía a la antigua: punta de metal, frasco de tinta”, rememora. Aquel curso de artes industriales se transformó en un taller de encuadernación: “Seis años de martirio”, confiesa con cierto agradecimiento.
Su amor por el arte nació en casa, y su corazón creativo lo guió hacia el diseño publicitario, en una época donde reinaban los métodos manuales. “Me preparé como navaja suiza en la universidad, refinando las técnicas de ilustración”, dice, rodeado de su colección de naves espaciales, un guiño a su niñez, a su encanto por el cine y la literatura.
En 1985, el departamento de diseño de La Nación le abrió las puertas. Más tarde pasó por la Revista Tambor y luego por Revista Guide. Saltaba de un medio a otro, buscando revivir el amor por su oficio, ese que pasó del pincel a las computadoras y lo dejó, por un tiempo, en un profundo desencanto.
Desorientado, comenzó a recorrer Costa Rica, escribiendo e ilustrando en una libreta los destinos más paradisíacos. Su primer diario lo creó con un trozo de chaqueta de cuero. Ese libro, que reavivó su espíritu creativo, reposaba sobre un sonto escritorio donde hoy se alza su taller.
La mañana del 22 de febrero del 2009, tras varios años grises, nació El Diario de los Viajes. Cuenta Luis que todo sucedió por “arte de magia sincrónica, causística y fisicacuántica”, en el momento más complejo de su vida profesional, cuando la dueña de un hotel cerca del Chirripó vio aquel libro en su escritorio y quiso uno igual para su hospedaje.
“En eso veo que pasa, brincando frente a mis ojos el conejo de Alicia en el país de las maravillas y me dice, ‘metete por acá’ (...) Ese conejo blanco que se me atravesó no sabía lo que estaba provocado y estoy feliz de la vida de que se me haya atravesado”, confesó.
Tres meses después, sonó por primera vez el teléfono de su taller. Su primer cliente: un especialista en magia negra y literatura demónica que vivía entre jungla y grava en Acosta, en una tenebrosa vivienda con paredes negras y piso de mármol oscuro.
Alto, moreno, oblongo, pelo negro peinado con vaselina, vestimenta negra y un delicado bordado que le atravesaba el pecho de arriba hacia abajo. “Sencillo, pero de buen gusto”, recordó al sujeto, artífice de extrañas pócimas, quien arrastraba un marcado acento cubano.
El hombre necesitaba encuadernar un libro de recetas. Por temor y necesidad, Luis aceptó.
La segunda llamada fue más inquietante: provenía del hijo de un oficial de la guardia pretoriana de Adolf Hitler. El nazi, ya anciano y jorobado, fue uno de los diez allegados del Führer. Era un prófugo de la justicia que había escapado tras la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial y, por años, se refugió en Pavas, a escasos metros de la Embajada de los Estados Unidos.
Había extraviado un libro en los Alpes. Se trataba de uno de los ejemplares de la lista negra de las SS que el propio Hitler había enviado a encuadernar con una señora en Berlín. Así lo cuenta Luis.
“La segunda página tenía la dedicatoria de puño y letra de Hitler, con la firma”, recuerda Luis. “Unas barbaridades”, agrega.
Luis aceptó el encargo de hacer la réplica. Sintió en sus entrañas que, realmente, que no tenía opción. Recibió el pago y, como insólito y atípico agradecimiento, un beso del oficial en la mejilla.
Desde aquel peculiar 2009, su taller se convirtió en un refugio para libros de toda índole, desde pequeños ejemplares hasta reliquias históricas. Su experiencia en el arte de la restauración lo llevó, hace cinco años, a devolverle la vida al Acta de la Independencia, al Acta de los Nublados del Día y al Acta de la Anexión del Partido de Nicoya.
A Luis le apasiona profundamente su labor y cada día se levanta pensando que quiere “llegar donde jamás ha llegado el ser humano”.
“Hay que tener claro que es lo que te gusta, meterte a fondo y en los tiempos, buenos o malos, no soltarlo, porque esa es la cuerda que te va sacando, que te ayuda a vivir, que te da sentido. ¿De qué sirve venir a este mundo si no tiene sentido tu existencia?”, cuestiona.
Para él, el arte de la restauración desaparecerá. Insiste en que el hábito de la lectura agoniza, mientras la tecnología — una “herramienta maravillosa”—, carcome la sociedad, cada vez más dependiente de ella y más ajena a la realidad y al cuestionamiento.
“Nos van a quitar los libros; sí, ya lo están haciendo (...) Esto va a desaparecer, es parte de un sistema. No es que sea una teoría de la conspiración, es que al sistema no le conviene tener gente que se cuestione”, relató Umaña.
El rezago en la lectura, afirma, ha causado un deterioro en la política y ha dejado una profunda cicatriz en una sociedad cada vez más desigual e intolerante.