Imagínese asistir a un centro educativo en donde no hay exámenes, notas o trabajos extraclase. Tampoco existen uniformes, boletas ni tampoco lecciones de Estudios Sociales, Ciencias o Español como tal.
Con esas características puede que a usted le parezca un centro educativo sacado de una ficción; pero no, es completamente real y está en Costa Rica.
Para encontrar este centro educativo basta con desviarse de la calle principal de San Mateo de Alajuela y recorrer unos cientos de metros por un camino de tierra, con muchos árboles al alrededor y el dulce canto de los pájaros.
El lugar no está a la vista del público, aunque no pretende esconderse. Conforme usted se acerca se escuchan las risas y los gritos de decenas de niños que parecen estar jugando.
Al llegar se puede divisar un pintoresco lugar, uno en el que decenas de niños, corriendo de un lado a otro, son los protagonistas.
Entre los aproximadamente 60 niños que asisten al lugar está Noah Valansi, un chico de 12 años quien sostiene entre sus manos un ábaco. Está sumando 8.257+ 5.623 y parece tener todo bajo control. Mueve algunas de las piezas y de pronto dice que el resultado es 13.880... y está en lo correcto.
Para ello no necesitó papel ni lápiz, ni mucho menos una calculadora: así no fue como le enseñaron a hacer cálculos matemáticos en la institución, a la que desde los seis años asiste él y su hermano Dylan.
Casa Sulà es un Centro de Atención Integral (CAI) que ofrece una educación diferenciada bajo el modelo de ‘educación no directiva’, dirigido a menores entre los 3 y los 17 años, aproximadamente.
“Es una educación alternativa en donde los niños pueden tomar sus propias decisiones. Que durante los primeros años de vida puedan conocerse y conocer las individualidades de los demás, porque no sólo es el aprendizaje del conocimiento, es el aprendizaje integral de todo el cuerpo: cómo es mi emocionalidad, cómo se manifiestan mis emociones, como entiendo mis emociones.
“Es decir, es un aprendizaje profundo realmente, que no es considerado dentro de los conceptos y preceptos de la educación formal, que únicamente ve el resultado de ciertas acciones cognitivas”, afirma Margarita Valencia, una de las fundadoras del CAI.
¿De qué trata?
En Casa Sulà no existen los grados ni las secciones. Ellos solo se dividen por Semillero 1, 2 y 3.
En el primero están los niños hasta los seis años. A su “clase”, que por dentro semeja una casa, hay que entrar sin zapatos y dentro hay libros, una mesita, sillas y juegos didácticos. Allí tienen una cocina de juguete, así como frutas y cuchillos de verdad (si quieren comer o partir una fruta deben hacerlo ellos mismos).
Tienen un jardín con columpio, tobogán y diferentes tipos de juegos. También hay una regadera en la que se pueden bañar y los sanitarios están hechos a su medida.
Si quieren agua deben buscarla por su propia cuenta, deben lavar sus propios trastes y si quieren cambiarse de ropa lo hacen por ellos mismos.
“Creemos que el aprendizaje es una fusión orgánica; entonces, desde una perspectiva biológica, preparamos las condiciones para que se activen esos potenciales. La crítica que tenemos frente a la educación formal es que la metodología se convierte en camisas de fuerza para los niños... básicamente es encerrar en un cuarto a un niño y darle contenidos para que repita un examen y así conseguir ser aceptado primero por los padres y después por el resto de la sociedad”.
— Édgar Espinosa, fundador.
Tienen un “supermercado” en el que pueden comprar cosas y deben pagar con dinero falso, así han aprendido el valor que tiene cada billete o moneda. Existe también un área de arte con diferentes materiales que los niños pueden utilizar para pintar, dibujar y crear.
Además, hay unas cuerdas que dividen sus áreas de juego y de esta no pueden cruzar.
En el Semillero 2, que es el que se ubica después de las cuerdas, asisten los niños de entre los 7 y los 14 años. Allí la casa es más grande. Hay una biblioteca, mesas para escribir, hay computadoras y un área a la que no se puede ingresar con zapatos: en esta última sección los chicos encuentran mapas, hacen experimentos y utilizan los ábacos y demás artículos para aprender matemáticas.
La cocina es real y tienen turnos para cocinar. También hay un área de música donde hay piano, guitarras y otros instrumentos musicales que aprenden a tocar. Asimismo tienen un área para realizar obras de teatro. Afuera tienen un carro en el que se pueden subir y recorrer el espacio, también tienen un canopy en el que cruzan de un lado a otro.
En general todos tienen horarios de merienda, almuerzo, de tiempo libre y también de actividades con un acompañante (como se les llama a los guías). En el caso de esta última, ellos deciden diariamente si quieren aprender un poco más de geografía, literatura, ciencias o cualquier otra materia.
Todo está en impecable orden: los niños saben que si utilizan algo deben acomodarlo cuando lo terminan de usar.
“Justamente la no directividad es esa posibilidad de que el organismo pueda manifestarse por sus intereses. Creemos que el aprendizaje es una fusión orgánica, entonces desde una perspectiva biológica preparamos las condiciones para que se activen esos potenciales.
“La crítica que tenemos frente a la educación formal es que la metodología se convierte en camisas de fuerza para los niños. El sistema tradicional, básicamente, es encerrar en un cuarto a un niño y darle contenidos para que repita un examen y así conseguir ser aceptado primero por los padres y después por el resto de la sociedad.
“La diferencia es enorme: aquí se puede apreciar la fluidez de una creatividad gigante en lo que se refiere al arte, la música. Además aquí no hay clases de matemática en el sentido de sentar a los niños frente a un pizarrón para que trabajen en abstracto”, explica Édgar Espinosa, uno de los fundadores..
“Es una educación alternativa en donde los niños pueden tomar sus propias decisiones. La idea es que durante los primeros años de vida puedan conocerse y conocer las individualidades de los demás, porque no sólo es el aprendizaje del conocimiento, es el aprendizaje integral de todo el cuerpo”.
— Margarita Valencia, fundadora.
Junto a Espinosa los niños han aprendido a construir ukeleles, carros de madera, así como otros artículos que utilizan para jugar.
En total, en el sitio trabajan nueve acompañantes, lo que vendrían siendo maestros o profesores en la educación tradicional.
La mayor parte de estos niños son extranjeros y provienen de países como Brasil, Suiza, Estados Unidos y Argentina. Sin embargo, hay algunos otros que son costarricenses.
A este CAI puede asistir cualquier persona, no obstante, los expertos consideran que es mejor que lleguen a corta edad, para que experimenten el proceso completo.
“Nos damos cuenta que muchos niños que vienen ya grandes, del sistema tradicional, están acostumbrados a ese aprendizaje dirigido y que no necesariamente pasa por la comprensión que es algo personal, que yo debo descubrir. Por eso preferimos que los niños entren desde etapas tempranas”, detalló Margarita Valencia.
Además, en Casa Sulà, se explica que este es un proceso que no le corresponde solo al niño, sino que también recae en los padres de familia, quienes tienen que asistir regularmente a talleres.
“Trabajamos muy cercanamente con la familia, para que puedan acompañar estos procesos, porque lo que nosotros hacemos aquí debe ser realmente acompañado desde la casa. La idea es que las familias entiendan lo que estamos haciendo aquí y sepan que no es una escuela”, añade Valencia.
Nuevos espacios educativos
La idea de crear Casa Sulà surgió hace poco más de siete años, cuando un grupo de padres de la comunidad ecológica Eco Villa -donde habitan mayoritariamente familias extranjeras-, buscaban un centro educativo para poder enviar a sus hijos.
Todos estaban de acuerdo en que querían que sus niños crecieran con una educación diferente, donde pudieran disfrutar realmente su niñez mientras aprendían en el camino. Querían que su educación fuera de la mano con la forma de vida que llevan, en armonía con la naturaleza.
“Decidimos buscar una propuesta educativa entre todos los padres de familia, cada uno diciendo cómo debía ser la educación según su opinión. Unos de los vecinos, antes de tener a sus hijos, estuvieron viajando por Ecuador y conocieron la Fundación Educativa Pestalozzi y quedaron enamorados, ellos dijeron que si algún día tenían hijos querían que tuvieran una educación como esa”, detalla Marcelo Valansi, fundador de la Eco Villa y socio del centro educativo.
En la Fundación Educativa Pestalozzi los niños aprendían a su ritmo y no se les imponía qué hacer de acuerdo a su edad, sino que cada uno iba desarrollándose de manera personal en un entorno abierto y en contacto con la naturaleza.
En esa fundación trabajaron los ecuatorianos Margarita Valencia, Édgar Espinosa y Esperanza Chacón, quienes al momento en que surgió la idea de traer el modelo a Costa Rica viajaban alrededor de Sudamérica, Centroamérica y Europa acompañando a familias o comunidades a desarrollar este tipo de educación.
“Ellos estaban con la necesidad de armar una escuela y nosotros con la necesidad de crear una, entonces fusionamos estas dos ideas y entre los grupos de padres aportamos económicamente para poder restaurar el lugar y traer los materiales para comenzar”, detalla Valansi, de origen argentino.
Desde entonces, Valencia, Espinosa y Chacón habitan en Costa Rica y forman el Grupo Orión.
En un inicio, la idea era poder acreditarse ante el Ministerio de Educación Pública (MEP) como una escuela, sin embargo, los permisos y las certificaciones que les pedían llevaban su tiempo.
Además, entre los requisitos estaba actualizar los planos del lugar en el que iba a estar la escuela, sin embargo, este trámite tenía un costo muy elevado y como apenas estaban comenzando los recursos eran muy limitados.
“Nos dijeron que al ser una institución educativa lo que nosotros debíamos garantizar era que adquirieran herramientas de lectoescritura y matemáticas y dijimos ‘si eso es lo básico, nosotros creemos que con nuestro sistema se activa un potencial’, entonces continuamos con los requisitos y llegamos a la instancia de la infraestructura. En ese último paso nos pidieron que actualizáramos los planos del lugar y nos costó porque era muy caro”, detalla Chacón.
Por ello decidieron apostar por abrir como un CAI y, hasta la fecha, la instancia que los ampara es el Ministerio de Salud, que rige todos los centros de este tipo, así como el Patronato Nacional de la Infancia (PANI). Ambas instituciones realizan visitas frecuentes al sitio.
Sin embargo, en Casa Sulà han continuado con los trámites para acreditarse como una escuela ante el MEP. De hecho, cuando finalmente lograron actualizar los planos llegó la pandemia, lo que frenó una vez más el trámite.
A pesar de ello no se preocupan, pues los padres de familia tienen claro que este es un CAI y no una escuela. Además, tienen un convenio con la West River Academy, de Estados Unidos, por lo que los niños están inscritos en esta escuela y colegio.
“Todas las semanas se manda un informe de cada uno de los niños, el cual es armado por el equipo pedagógico. Si los niños se tienen que trasladar a una escuela muchas veces sólo con la certificación de Casa Sulà es suficiente, pero si necesitan una certificación apostillada se da a través de este colegio (West River Academy).
“Igual pasa con el diploma de secundaria: cuando ya terminan pueden ir con eso a las autoridades y es un bachillerato internacional que ellos reciben”, explica Valansi.
De igual forma el argentino añade:“Estamos analizando cómo podemos lograr generar un plan piloto con este proyecto, que funciona igual o mejor que el sistema tradicional, para así poder adaptarlo a la educación pública”.
“En el mundo estamos viendo, hoy por hoy, que (el sistema educativo actual) es obsoleto y que no es suficiente. Ya lo están adaptando en muchos lugares del mundo, como en Finlandia”, agrega.
Tras este proyecto, Casa Sulà ha recibido una gran cantidad de llamadas de personas interesadas en que sus hijos asistan a este CAI, al tiempo que ya se valora la idea de abrir nuevos centros bajo este metodología en otros lugares de Costa Rica.