Un señor mayor, bien vestido, un gran señor, vuela a menudo desde Costa Rica hasta Italia. Un viaje largo, larguísimo para permanecer unos momentos, cuestión de un par de días, llorar algunas lágrimas, e irse de nuevo. Atravesar otra vez medio mundo y regresar a casa. (...) Nuestro señor, este señor importante, este señor grande para un país así de pequeño, viaja. Viaja con sus muchos años a cuestas, con una sonrisa triste y silenciosa en su rostro. Viaja. Recorre 9.813 kilómetros en avión, a su edad, para venir a Italia. (...) Él no habla italiano, nuestro señor, solo español, la lengua de su tierra natal. Y viene aquí sin conocer muchas personas, sin miedo de hacerse entender por los demás, sin miedo a recordar.
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¿Cómo se le cuenta una terrible historia a un niño? ¿Cómo se le puede narrar a un pequeño que apenas está comenzando a entender cómo funciona el mundo, un relato lleno de tortura, muerte y dolor?
La escritora italiana Giulia Casarini lo logró. Pudo acomodar en 55 páginas y junto a ilustraciones repletas de color, las palabras adecuadas para recrear una historia triste y atroz. Una historia, a su vez, profundamente hermosa. Un homenaje a un joven que no muchos recuerdan.
Este relato no solo habla de sufrimiento. También habla sobre el amor, sobre el recuerdo… sobre un héroe que dio su vida para salvar la de otros. Este relato, de cuento no tiene nada.
El protagonista del libro 9.813 kilómetros de memoria se llama Hernán. En realidad, habla del viaje que emprende Hernán para revivir la memoria de Carlos. Para intentar conseguir que no quede en el olvido lo que le sucedió a un ser tan preciado en aquel momento de la historia cuando la humanidad demostró, sin ningún reparo, lo que somos capaces de hacernos unos a otros.
Despedida
“Cuando Carlos se fue para Italia, yo tenía 11 o 12 años”, dice don Hernán Collado sentado en la sala de su casa, en Los Yoses. “Él se fue de 18 años. Unos meses después de salir del colegio”.
Se fue exactamente el 4 de julio de 1938. Cruzó el océano subido en el barco Il Fella. La escuela de medicina de la Real Universidad de Bologna esperaba a su nuevo alumno.
Carlos nunca regresó, al menos con vida. Su cuerpo, cruelmente torturado y asesinado, volvió a Costa Rica ocho años después de que partió con ansias de convertirse en médico. Sus restos se reencontraron con su familia un año y tres meses después de haber fallecido.
¿Cómo podía imaginar Carlos que el año después de dejar su familia, su casa y su país, al otro lado del mar explotaría el más grande conflicto armado perpetrado por la raza humana?
Carlos, de 25 años recién cumplidos, murió en una tierra que no era suya, en el pleno corazón de una guerra que tampoco era suya.
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A los pies de un puente, en Casalecchio di Reno, en la provincia de Bologna, hay una especie de plaza. Una placita alrededor de la cual hay algunas casas, unos portones, y en el centro de esta plaza se encuentra un monumento. Uno de esos monumentos que pasándole cerca no te tomas la molestia de parar a mirar, esos postes de piedra que se elevan hacia el cielo, en que los alcaldes un par de veces al año posan guirnaldas con la cinta tricolor, la de la bandera italiana. Esos monumentos que recuerdan a las personas que murieron hace mucho tiempo, generalmente en una guerra. Y en ese monumento, situado en Casalecchio di Reno, a 9.813 kilómetros de Costa Rica, se han grabado trece nombres y uno de ellos tiene el apellido Collado.
Uno de estos trece nombres es Carlos Luis Collado Martínez.
Carlos Luis Collado Martínez era el hermano de Hernán.
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“Fue un alumno destacado, lo que aquí llaman un ‘verde’”, dice don Hernán, médico retirado de 89 años, al recordar a su hermano mayor. “Papá quería que su hijo, que se iba a ir a estudiar, viera la medicina. No simplemente a un señor muy elegante vestido de blanco. Así que habló con (Ricardo) Moreno Cañas, que era su íntimo amigo y le dijo que si lo podía llevar al Hospital San Juan de Dios a que viera. Ahí estuvo Carlos desde que salió de bachiller hasta que se fue”.
Carlos, exalumno de la escuela Buenaventura Corrales y del colegio Liceo de Costa Rica, vio operaciones, consultas, de todo.
Desde antes de irse a estudiar medicina era un aficionado de explorar los tejidos. “Tan es así que cuando se fue, se llevó cortes de todos los órganos. Con el doctor Fallas, director de Patología, estuvo trabajando en hacer cortes y se llevó una colección con un corte de cerebro, de bazo, de hígado, de piel, en fin. Ya había una cierta tendencia al microscopio”.
Tenía tiempo para todo, asegura Hernán, hijo menor de la familia Collado Martínez. Son los malos estudiantes los que no tienen tiempo para nada.
“Carlos, que era magnífico estudiante, deportista, boy scout, etcétera, tenía tiempo para el chiquillo. Los domingos me llevaba a tanda de 1 a ver cómicas en el Teatro América”, recuerda. “Un adolescente que debía estar pensando en novias –también tenía novias– en la tarde, en lugar de hacer siesta o cualquier otra cosa, pensaba en llevar al chiquito de la casa a ver cómicas”.
Viajero
Una vez en Italia, mantuvo contacto continuo a través de correspondencia con sus padres y sus dos hermanos, Hernán y Óscar (hoy de 95 años). “En ese tiempo el correo aéreo era bastante bueno. Las cartas volaban de Europa a Nueva York y de Nueva York a Costa Rica. En menos de una semana recibíamos carta”, cuenta. “Cuando comenzó la guerra venían censuradas. Cortaban el sobre y los sensores veían si había secretos de guerra que se mandaran fuera de Italia”.
El último contacto que tuvieron con Carlos, antes de perderlo por completo del radar, fue a través de un amigo yugoslavo que vivía en Suiza.
“Carlos le mandó la carta y él se dio cuenta que no iba dirigida para él, sino para nuestra familia. La mandó en un sobre a Costa Rica. Traía unas informaciones muy clandestinas: Musmanni era, todavía sigue siendo, panadería; Scaglietti sigue siendo de trajes y Calvosa era una zapatería en Costa Rica”, detalla Hernán. “Informó entonces Carlos que: ‘hace mucho no veo a Calvosa, Scaglietti ha estado muy enfermo’ y no sé qué decía de Musmanni. Es decir, nos informaba cómo estaba la comida, la ropa y el calzado. Fue la última carta que recibimos”.
La política tocó la puerta
Durante los tres últimos años de la carrera, Carlos fue discípulo del Instituto de Anatomía Patológica, bajo la dirección de su mentor, el doctor Armando Businco. Con impecables calificaciones, ahí mismo preparó su tesis de graduación sobre tumores endocraneales. Se graduó con honores como médico cirujano el 31 de mayo de 1944.
La Alemania Nazi propagó su terror e Italia, país títere de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, colaboró en la expansión del fascismo y el horror.
Carlos no dudó en ayudar a los patriotas italianos de la resistencia heridos en combate, sabiendo que arriesgaba su vida con cada paso que daba.
Participó en el Comando de los Ángeles, organización compuesta por unos 75 individuos que logró rescatar de las garras nazis a un gran número de personas.
“No fue insensible al insulto cotidiano que aquí, en tierra que lo acogía, veía hacer a la dignidad humana”, escribió Businco un año después de la muerte de su pupilo. “Sentía como suya la ofensa de la opresión italiana y extranjera que cada día se hacía más grande. Sabiendo de mis conexiones con la montaña, me pidió muchas veces la autorización para entrar en una brigada partisana. Lo paré durante la primavera y en los primeros meses del verano diciéndole que aún no creía que fuera su momento. Pero, desgraciadamente, su destino tenía que cumplirse”.
Businco fue capturado y Carlos Luis, ante la necesidad de un médico por parte de los partigianos (movimiento de resistencia antifascista en Italia), se unió a la 63 Brigada Garibaldi “Bolero”, el 24 de agosto.
Mes y medio estuvo en la montaña. El 8 de octubre, la casa que ocupaban en Rasiglio fue atacada por los nazis. “A más o menos treinta de ellos los atacaron entre 200 nazis”, cuenta Collado.
La mayoría murió en batalla. El resto, entre ellos el joven tico, fueron capturados.
“No valió que Carlos afirmara que era un médico y ciudadano de un país americano neutral”, narró Businco, quien quedó en libertad meses después. “Aquellas fieras humanas le quitaron el pasaporte, lo rompieron, lo pisaron con las botas y, las manos amarradas tras las espaldas y pegándole, lo llevaron hacia Casalecchio recorriendo la carretera provincial”.
A los trece que habían quedado vivos los torturaron y asesinaron. “Fueron amarrados con alambre de púa al poste, tanto del cuello como de las manos atrás”, cuenta su hermano, acostumbrado ya a contar el fin trágico de la vida de Carlos. “Después les dispararon a las piernas para que se les incrustaran los alambres de púa”. Su cuerpo aguantó así durante dos días, hasta que una bala entró a su cabeza y se llevó su vida.
Businco sobrevivió. “Fue a desenterrarlo, porque lo habían enterrado en una fosa común”, cuenta Collado. “Claro que tardó, pero Businco nos contó que por el invierno (el cuerpo) se conservó bastante. Con unos estudiantes de medicina fue y lo desenterró. Lo había enterrado el cura del pueblo de Casalecchio, porque los habían dejado ahí colgados. Businco se lo llevó a la tumba de su familia”.
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Hay un padre, el padre de Carlos, que quiere recuperar el cuerpo de su hijo. Quiere devolverlo a casa y no dejarlo en una tierra tan lejana, extranjera, y que ha sido tan cruel con él. (...) Hay una madre que por el resto de su vida se vestirá de luto, se vestirá de negro y nunca hablará de ese hijo perdido, incluso con las nietas, chicas como ustedes, que le preguntan por qué no viste otro color. Porque hay dolores que requieren demasiado esfuerzo para sanarse. Hay dolores que no se comprenden. Hay dolores que te tiñen de negro, como la tinta de la sepia, y no se van jamás.
Hay un hermano que nunca habla de él, Óscar, que viene a Italia para llevárselo de nuevo, para llevar su hermano a casa, a pesar de todo. A pesar de que es demasiado tarde. Se lo mantiene para sí mismo, con pudor y quizás con cólera, aún después de tanto tiempo. Y ahí está el otro hermano que se lo lleva en el corazón, que lo recuerda, lo cuenta y no quiere olvidarlo ni un solo instante.
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Nueve meses tardó la familia Collado Martínez en enterarse que su hijo mayor había sido acribillado, lejos, muy lejos de casa. No sabían que Carlos Luis Collado había sido víctima de una guerra que no le correspondía. Que había muerto luchando por los derechos humanos y la libertad en la Segunda Guerra Mundial.
“La guerra, entre todo, tiene cosas humanas”, dice el menor de los Collado. Su hermano, al que llama un ‘héroe olvidado’ (en su país) ayudó a dar vida, junto a miles de personas que creyeron y defendieron un mundo libre de cadenas y represión.
“Cuando vino el cadáver de Carlos, fue una conmoción nacional. Independientemente de partidos políticos. Carmen Lyra, que ese día cumplía años y a quien le iban a dar una serenata el Partido Vanguardia Popular, escribió una carta que salió en el Diario Costa Rica”, recuerda. “‘No quiero música frente a mi casa. Llega hoy el cadáver de aquel chiquillo que corría frente a mi casa en Barrio Amón por luchar contra los nazis y los fascistas. No quiero música frente a mi casa’. Todo el país. A todo el país le interesó Carlos”.
Hoy, su historia se ha diluido, dice. Es recordada por pocos. La mala memoria histórica de los ticos ha nublado los recuerdos del joven costarricense, graduado de medicina, que murió brutalmente en manos de la SS.
El pasado 26 de abril del 2017, sin embargo, el país le dio el más grande reconocimiento que se le puede dar a un ciudadano. La Asamblea Legislativa declaró al doctor Carlos Luis Collado Martínez Benemérito de la Patria.
“Todos los homenajes le llenan a uno de honor, de agradecimiento y de alegría, pero a su vez hay otro sentimiento que es de dolor. Al hablar de todo lo que le sucedió a mi hermano, quiero que se sepa y que su muerte no sea inútil, pero sí me duele. Y ni hablar de lo que les dolió a mis padres y lo que le duele a mi hermano”, agrega. “Si no se recuerdan los hechos pueden repetirse”.
En Italia, una pequeña señora, conocida desde joven como La Piccola, se preguntó durante años por qué desde este pequeño país nunca iba nadie a recordar al joven durante los días de conmemoración que se realizan año tras año tanto en Rasiglio (lugar de la batalla), como en la plaza pública de Casalecchio. ¿Por qué nadie de la familia le iba a rendir honor al monumento que construyeron para recordar a los jóvenes caídos en batalla en ese lugar?
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Y así La Piccola inicia una búsqueda de la familia de Carlos creyendo no encontrarla, porque es una empresa enorme buscar extraños en medio de todo un país, pero ella lo intenta. Lo intenta porque, si todavía hay alguien, tiene que saber, alguien tiene que decirles “gracias” por darnos un buen joven, alguien tiene que decirles que seguimos aún recordándolo.
Por lo cual busca por todas las partes, llama, escribe, mueve las mentes y las conciencias, pidiendo a la gente que conoce a gente, que conoce a gente, que conoce a gente, que conoce a gente y finalmente lo logra. Encuentra a la familia de Carlos, encuentra a Hernán y le dice que aquí nadie se ha olvidado de su hermano Carlos, y que cada año se recuerda oficialmente lo que hizo.