Es fácil que, con el paso de los años, algunos eventos de la historia empiecen a perder peso de tanto repetirse. Algo tendrá que ver nuestro método de enseñar la historia. Quizás habría que volver a lo más visceral. El 8 de mayo de 1945, a las tres en punto, anunciada la hora por el Big Ben, Winston Churchill habló por la radio para comunicarle a medio mundo el fin de la guerra europea.

“Podemos permitirnos un breve período de regocijo; pero no olvidemos ni por un momento el esfuerzo y la lucha que aún nos esperan”, dijo el primer ministro británico. El escenario asiático de la Segunda Guerra Mundial ardería hasta agosto, pero en Europa, donde había iniciado el combate, los disparos cesaban finalmente.
Hay que recordar el peso de esas palabras, de ese momento, porque lo que había ocurrido era inimaginable hasta entonces y, por ahora, irrepetible. Es difícil saber cuántas personas fallecieron a lo largo del conflicto, disperso y enrevesado, pero la estimación alcanza hasta el 3% de la población mundial de aquel entonces. Es decir, que de 70 a 85 millones de seres humanos perdieron la vida, entre muertos en combate, civiles y afectados por enfermedades y hambruna.

En una nota de BBC, Beryl Darch, vecina de Devon, al suroeste de Gran Bretaña, recuerda cómo se enteró del fin de la guerra. Tenía 10 años; es decir, todos sus recuerdos hasta entonces se formaron por el conflicto. Los que estaban y los que no; los que volvieron y los desaparecidos; la escasez y el miedo a las alarmas. Ella recuerda que en su pueblo escucharon un alboroto en la calle y corrieron a asomarse, para ver a los hombres agitando ollas y sartenes, celebrando la victoria.
El general Alfred Jodl, en representación de los restos del Ejército alemán, firmó la rendición en Reims, Francia, el 7 de mayo a las 2:41 a. m. El combate debía cesar al día siguiente. El general Charles de Gaulle, líder francés, hablaba por radio también a las 3 p. m. del 8, al tiempo que repicaban las campanas de todas las iglesias.

El 9 de mayo, se firmó la paz definitiva en Berlín, pues el Ejército soviético quería su propia firma. Recién habían conquistado Berlín, después de todo, y dispersaban a los remanentes del gobierno nazi. Adolf Hitler, líder alemán, se había suicidado en su búnker el 30 de abril. No quedaba nada estable de su Tercer Reich, que debía durar mil años.
Por supuesto, ni cesó el combate ni era posible sentirse totalmente en calma. Alguna resistencia quedaba y habría disenso, combates aislados y el confuso camino a la normalidad. En Asia, quedaban horrores por revelarse, como la bomba atómica.
Pero en las calles de París, por unos días, se podía respirar de nuevo, para tomar aire y cantar La Marsellesa. Faltaba mucho. Faltaban cuerpos por regresar a casa para su sepultura. Quedaban frentes abiertos por todo el mundo. Todavía no se conocía la magnitud del sufrimiento que había implicado la guerra para millones de personas en los campos de concentración. El mundo estaba por cambiar dramáticamente.

