Carlos Bianchi es un entrenador de bajo perfil. No alimenta los periódicos con frases grandilocuentes, suele gambetear las polémicas duras y lleva años evitando enlistarse en las filas "menottistas" o "bilardistas", los dos grandes bandos que luchan por la supremacía táctica del futbol argentino.
En un campeonato donde las figuras viscerales son protagonistas de primera línea, Bianchi no tendría muchas oportunidades para sobresalir. Pero sí las tiene. Tantas, que ya se ganó apodos como Señor Éxito o El Virrey de Boca , por su empecinada manía de coleccionar títulos. Es un rey Midas que convierte en oro cuanto cetro atisba desde el banquillo.
Con Vélez Sarsfield y Boca Juniors lo ha ganado todo en siete años. La última estrella de su impresionante currículo fue la Copa Intercontinental, que Boca le ganó al Real Madrid (2-1) el pasado 28 de noviembre en Tokio. El título le era esquivo al equipo de La Ribera desde 1977.
Desde su época de jugador sacó patente de ganador nato. La vida le sonrió cuando fue delantero de Vélez y de varios equipos franceses, entre 1967 y 1984. Bianchi todavía figura como el octavo goleador en la historia del futbol mundial, en categoría de clubes, con 386 tantos.
En esas épocas aún no era el virrey. Entonces, le decían El Romperredes de Liniers .
Hombre de fe
Para Bianchi solo hay un ritual más importante que cumplir con su trabajo: asistir a misa. Va todas las semanas. Y aunque siempre trata de respetar fielmente el Decálogo de Moisés, el estratega decidió asumir sus propios diez mandamientos.
Entre su librillo de reglas básicas sobresale mantener un perfil bajísimo. "La vida me enseñó que la soberbia es un vicio grave", explica. Quizás aprendió esta lección cuando, allá en su lejana niñez, vendía periódicos en el puesto de su padre.
Además, les exige rigurosidad a sus pupilos, si bien evita cargarlos de presión innecesaria. "Presiones son las que tienen los hombres que se levantan a las cuatro de la mañana para cargar bolsas en el puerto ... Nosotros hacemos lo que nos gusta y encima nos pagan".
Pregona absoluta sinceridad hacia los jugadores (no tuvo empacho en decir que Claudio Caniggia y Diego Latorre no estaban entre sus planes) y enfatiza en que la actitud está por encima del sistema. Y lo dice un hombre que tiene 73 puntos de sutura en el cuerpo, producto de numerosas operaciones.
Le gusta hacerse amigo de sus futbolistas, en vez de ensayar poses de general. Así pudo congeniar con el ego del portero José Luis Chilavert cuando ambos coincidieron en la época gloriosa de Vélez, y con otras estrellas de carácter difícil como Roberto Trotta y Martín Palermo.
Pero su marca de fábrica más visible es el sistema que aplica en sus equipos. Ese 4-3-1-2, donde cada jugador tiene claro su papel, le ha permitido hincar a rivales como River Plate, AC Milán y Real Madrid. No enreda a nadie en el vestuario con pizarras ni flechas incomprensibles. Y edifica sus oncenas sobre una columna vertebral hecha de talento y liderazgo. Si en Vélez eran Chilavert, Trotta, el Turco Asad y el Turu Flores, en Boca son Óscar Córdoba, Jorge Bermúdez, Juan Román Riquelme y El Loco Palermo.
Estos cuatro últimos, además de Bianchi, podrían recalar en clubes europeos la próxima temporada. Sin embargo, el timonel prefiere tomárselo con calma. Su última aventura por el Viejo Continente (entrenador de la Roma en la temporada 96-97) fue cualquier cosa menos un paseo, y terminó con los dirigentes romanos enseñándole la puerta de salida.
Pero más allá de los goces de Europa, su gran cuenta pendiente es la Selección Nacional. Nadie duda de que la albiceleste será suya cuando termine el período de Marcelo Bielsa.
Y entonces, será hora de que el virrey extienda su feudo.