Me declaro ‘brasileño’ oportunista y pancista repentino. No hay mejor forma de disfrutar un Mundial a la segura.
De niño, deliraba con el Brasil de España ‘82, el de Zico, el de Sócrates, una de las más artísticas escuadras que recuerdo, aunque sospecho que la afinidad hacia la verdeamarela venía desde antes, influenciada por el Brasil de Pelé, cuando ni siquiera había nacido, el de México ‘70, al que mi padre más de una vez mencionó: el de Tostao, Rivelino, Carlos Alberto...
Más de un video me confirmaría que todo lo que me dijo era verdad.
Iba con Brasil, en tiempos en los que aún más que hoy los ticos apostábamos toda la pasión futbolera a una selección ajena. La nuestra no asistía a los mundiales, esa especie de Tierra Prometida del fútbol.
Sufrí, como sufre el fútbol un niño de diez años, la eliminación brasileña en España ‘82, por culpa de tres goles de un tal Paolo Rossi, un tipo que había estado en la cárcel por no recuerdo qué delito y tuvo el desatino de disfrutar su libertad haciendo loco en esa Copa. Deberían haberle dictado cadena perpetua por dejar fuera a Brasil en un vertiginoso y emocionante partido (un 3 a 2, si la memoria no me traiciona).
Aquel Brasil igualmente quedó en mis pasiones como el campeón sin corona, irrefutable prueba de que uno perdona las derrotas al fútbol que te hace feliz.
En cambio, merecen el olvido los Brasil de los siguientes mundiales, cada cuatro años con menos jogo bonito, de paso por los de México 86 e Italia ‘90, para recalar en el de Estados Unidos ‘94, irónicamente campeón mundial con un fútbol resultadista, mezquino, a la segura, salvado solo por la magia de Bebeto y Romario, capaces de resolver en una jugada el más aburrido de los partidos.
Fue así, entre decepciones, como me fui convirtiendo en aficionado oportunista y pancista repentino: voy con el fútbol que despierte emociones.
En Catar 2022 me estaba apuntando al vertiginoso contraataque francés con Mbappé, a la promesa de buen fútbol aún no cumplida por la Bélgica de Hazard y Kevin De Bruyne y a los chispazos del Portugal de Cristiano, que en realidad es el de Bruno Fernandes (igual que ese “gol de copete” que CR7 festejó como suyo, aunque nunca tocó el centro de su compañero).
El acaparador estilo de España aún no logro disfrutarlo, por razones obvias, pero quizás en los próximos días lo perdone.
En eso estaba, apuntándome a uno o al otro, quizás más a jugadores que a equipos, cuando asomó la media volea de Richarlison ante Serbia. Artística, espectacular, refrescante, para ver una y otra vez y hasta enmarcar en la pared.
Detrás, un Brasil que juega rápido, al toque, con paredes, fintas, llegadas por los extremos, individualidades y pequeñas sociedades. Un Brasil con suplentes de lujo capaces de garantizar 90 minutos de atrevimiento.
Luego vino el golazo de Casemiro contra Suiza, justo premio a quien arma y desarma en el medio campo, un peón convertido en figura, que anotó cuando estábamos a ocho minutos de que el mundo empezara a decir que sin Neymar, Brasil no puede. ¿Y sí puede?
De momento, y una vez concluida la segunda ronda de juegos, Brasil sigue entre los favoritos, al lado de la equilibrada Francia y, tal vez, de la posesiva España. Un peldaño más abajo, Portugal e Inglaterra. Tampoco descartaría un despertar de Argentina después del inspirador Messi ante México. Incluso en la derrota inicial ante Arabia Saudita, la albiceleste pudo haberse puesto arriba 4 a 0 de no ser por ese milimétrico VAR que detecta si la uña del dedo gordo está en posición adelantada.
Ya veremos conforme avance el Mundial. ¿Por qué atarse con un equipo? Tan fácil como disfrutar y afiliarse de camino al fútbol que alegre el alma.
p. d. Con Costa Rica sí toca en las buenas y en las malas.

