Calladamente, sigilosamente -casi furtivamente- he celebrado con toda modestia, en los primeros días de diciembre, el quinto aniversario de esta Tribuna del Idioma. Yo también cumplí (más modestamente aún) años en esos días -mi columna y yo somos Sagitario-, desde luego con una diferencia de más de medio siglo. (A mi edad ya no se deberían contar los muchos años cumplidos, sino los pocos que quedan por cumplir...)
A lo largo de este lustro he tratado de hablar a los lectores -que me han escuchado pacientes y benévolos- de esa maravilla cultural que es el idioma, aunque con frecuencia he aprovechado la oportunidad para exhibir, con humor y filosofía, coloridos retazos de nuestra vida diaria porque, en definitiva, toda nuestra existencia es una larga palabra, un polisilábico vocablo -sustantivos, adjetivos, verbos y más de alguna interjeción-, o, si lo prefieren, nuestra vida es, en realidad, la historia de nuestra vida, y la historia comenzó, precisamente, cuando el ser humano aprendió a escribir, es decir, a perpetuar la palabra en piedra o en barro...
Como les iba contando, pensé por un momento en celebrar solemnemente este quinto aniversario con pastel, velitas y cumpleaños feliz - cake, candles y happy birthday, hubiera escrito cualquier angloesnobista-. Decidí invitar a los miembros de la Academia Costarricense de la Lengua y a los directivos de la Asociación Costarricense de Filólogos (descarté a la Real Academia Española por la huelga de los pilotos de Iberia; también a los congresistas de Zacatecas porque deben de estar muy ocupados tratando de redactar las conclusiones, junto con Gabo, del susodicho congreso). Pero en seguida recordé que los académicos están en la más absoluta lipidia -ni para un taxi- y que jamás he podido averiguar dónde diantres están las oficinas -o lo que sea- de esa Asociación.
Así que resolví celebrarlo en solitario, releyendo mis columnas -¡Dios mío!, ¿cómo pude escribir algunas cosas hace cinco años?- y dándome el lujo de practicar el raro deporte de pensar. (La vida resulta tan trepidante, vertiginosa y desenfrenada, que ya no queda tiempo para la reflexión. Y, créanme, conviene pensar un poco de vez en cuando, aunque solo sea para estar seguros de que seguimos existiendo.)