Los problemas de salud del presidente ruso, Boris Yeltsin, y sus prolongadas ausencias del Kremlin derivadas de la enfermedad, han alentado una creciente competencia entre sus principales colaboradores. Dicha rivalidad ha desembocado muchas veces en confrontaciones públicas, intensificadas por el vacío de autoridad presidencial. El fenómeno responde, en importante medida, a la falta de líneas claras de jerarquía y una confusa redundancia de funciones gubernamentales, sistema ideado por Yeltsin para mantener en jaque a lugartenientes cuya avidez por el poder es notoria.
Con todo, un delicado equilibrio ha persistido en la cúpula rusa. Y si bien las polémicas -e insultos- llegaron a ser habituales en el Kremlin, nunca apuntaron directamente al mandatario. Esto, empero, arriesgó cambiar hace cuatro meses a raíz del nombramiento del exgeneral Alexánder Lébed como jefe de la seguridad nacional.
Veterano de las aventuras imperiales soviéticas en Afganistán, Tiflis y Bakú, Lébed devino en personaje político que alcanzó inmensa popularidad gracias a sus intensos ataques verbales contra la corruptela en el Gobierno y la guerra en Chechenia, la cual calificó de insensata. Tras obtener el tercer lugar en las recientes elecciones presidenciales, Yeltsin decidió incorporarlo al equipo oficial para garantizar su respaldo en la segunda ronda de los comicios que enfrentó al mandatario con el postulante comunista. Sin embargo, debido al deterioro de su salud, Yeltsin se vio forzado a delegar la mayoría de las funciones en el primer ministro, Víctor Chernomyrdin. La autoridad formal de Chernomyrdin, empero, no fue reconocida por Lébed quien, tras promover elementos afines en la dirección del ejército, pactó una tregua en Chechenia al margen del gabinete.
También incursionó en la política externa e incluso efectuó una sorpresiva visita a la OTAN en Bruselas donde ofreció declaraciones sobre temas reservados a otros funcionarios, particularmente al ministro de Relaciones Exteriores, Yevgeni Primakov, protegido de Chernomyrdin. La aparente independencia de Lébed también fue manifiesta en llamados públicos para reemplazar a Yeltsin. Finalmente, ávido de dominar toda la esfera castrense, chocó con el ministro del Interior, Anatoly Kulikov, aliado de Chernomyrdin que controla la policía e importantes contingentes paramilitares y quien acusó a Lébed de fraguar un golpe del ejército.
Las andanzas de Lébed amenazaban el delicado equilibrio imperante en el Kremlin y proyectaban una imagen negativa en el exterior, sobre todo en Washington, pues ponían en entredicho la diplomacia rusa del presidente Bill Clinton en una época electoral. No sobra señalar que la administración estadounidense ha sido criticada por su apoyo irrestricto a Yeltsin, curso emulado por los gobiernos del Viejo Continente en detrimento de mayores opciones democráticas. Los desbordes retóricos del exgeneral y su evidente vocación autoritaria, perfilaban un desenlace ominoso, para colmos, en momentos en que Rusia se disponía a colocar títulos de deuda en los mercados financieros europeos con ayuda de Estados Unidos.
Este fue el trasfondo de la destitución de Lébed, decretada por Yeltsin el jueves último y seguida el viernes por la separación de altos jerarcas militares allegados al exgeneral. No obstante, tal separación no significa el fin de la carrera política de Lébed, admirador de Pinochet que nunca ha ocultado sus desvelos de convertirse en un nuevo zar. Pero más allá de los ribetes pintorescos, el episodio patentiza la peligrosa inestabilidad del orden ruso centrado en Yeltsin que ha sido alentado por los equívocos del Oeste. Lo ocurrido, y la precaria salud del mandatario, obligan a Occidente a instar una conducción democrática más amplia en Rusia para beneficio de la paz mundial.