A pesar de la entrada en vigor desde el 26 de junio de 1987 de la Convención contra la Tortura y otros tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes (aprobada por la Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1984), así como de la valiente y sistemática denuncia de organismos como Amnistía Internacional o el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, las noticias del último Reporte Mundial de la propia Amnistía, con sede en Londres, no pueden ser más desalentadoras. Según el Reporte 1999, dado ha conocer en días pasados, en los albores del siglo XXI y con una gran cantidad de naciones del planeta que han experimentado transiciones democráticas en la última década, los casos de tortura en la mayoría de los países ha crecido en forma preocupante en los últimos años.
Quizá el aumento es aparente y Amnistía debería ponderarlo: puede ser que la mayor visibilidad e información que se ha generado a nivel mundial en los últimos años, haya sacado a flote una realidad que estaba allí. En una democracia es mucho más visible la existencia de torturas que dentro del oscuro marco de las dictaduras. Lo grave del caso, sin embargo, es que el Reporte confirma que quizá con más refinamiento y de manera más encubierta en las sociedades democráticas las torturas siguen estando a la orden del día, generándose una sistemática dinámica de violación derechos humanos por parte de los propios funcionarios estatales.
Existen reductos en los regímenes institucionales modernos donde es común la práctica abusiva de técnicas policiales o penitenciarias que incluyen las golpizas, las violaciones y las descargas eléctricas, así como formas de tortura más o menos sutiles que suponen una gravísima violación a los derechos humanos. Estas violaciones se ejecutan en los centros de detención penal, en los presidios y, cubiertos por el velo de impunidad de la investigación policial y judicial especializada, de mano de funcionarios del Estado teóricamente destinados a proteger la justicia y los derechos fundamentales.
Aparte del Reporte de Amnistía de 1999, dado a conocer en Londres por su secretario general, Pierre Sane, son ilustrativos los informes de la Organización Mundial contra la Tortura, con sede en Ginebra, y el Comité Europeo para la prevención de la Tortura o los Tratamientos o Castigos Inhumanos o Degradantes (el cual forma parte del Consejo de Europa, con sede en Bruselas), los cuales confirman la realidad de la violación institucional de los derechos humanos, es decir la práctica policial, judicial o penitenciaria que, en los procedimientos de declaraciones de detenidos, imputados o en la búsqueda de pruebas, utilizan técnicas vejatorias para la dignidad de los individuos. No sólo el Tercer Mundo muestra un récord lamentable, sino países altamente desarrollados como Inglaterra, Estados Unidos o Francia son reportados como altamente proclives a casos de tortura o procedimientos degradantes en sus pesquisas policiales o judiciales.
Costa Rica: una honrosa excepción. El Reporte de 1999 destaca el excelente comportamiento de Costa Rica como país en el cual no se presentan casos especialmente importantes de tortura ni de violación de derechos humanos. La tradición y capacitación de nuestros funcionarios judiciales del OIJ y la paulatina profesionalización de nuestros cuerpos policiales en los últimos años son, probablemente, factores importantes para esa probidad técnica del sistema. Adicionalmente, y es una hipótesis que no podemos dejar de lado en cualquier evaluación de nuestro sistema de seguridad, la inexistencia de técnicas castrenses en nuestra policía civil y nuestro organismo técnico judicial (una ventaja comparativa de más de medio siglo sobre la mayoría de los países del orbe) ha permtido no contaminar con técnicas represivas y militares la indagación de detenidos e imputados, la cual siempre debe ajustarse a las leyes ordinarias y al tenor de los valores de protección de los derechos humanos de los detenidos.