No hace mucho tiempo escuché afirmar a uno de los más talentosos embajadores que he conocido en París, que la simulación es una antigua enfermedad común en funcionarios de organizaciones internacionales y algunos personajes famosos; simular que trabajan muy duro cuando en realidad hacen muy poco y especializarse en hablar mucho y decir casi nada: simular que están muy interesados en determinadas reuniones, en ciertos proyectos, en algunos temas, en ser buenos anfitriones, etc.
En el trabajo, la persona siempre confiesa que está al borde del colapso por el exceso de responsabilidades y lo dice con cara y tono angustioso para que no haya la menor duda de que es cierto, aun cuando a la postre nadie le cree; en el ámbito familiar se simula ser un buen cónyuge que, sin embargo, no duda en abandonarlo todo en la primera crisis; los médicos tenemos experiencia en esta materia pues pacientes y empleados del Seguro Social con frecuencia padecen la enfermedad de la simulación cuando quieren una incapacidad.
Simular no es lo mismo que aparentar; esto último es muy burdo y se descubre con facilidad; por ejemplo, la persona aparenta tener mucho dinero, pero todo lo debe o se presenta como honorable cuando más bien es un gánster. Y existe el que aparenta tener sólidos principios, pero su vida privada resulta sórdida y desastrosa; estos últimos suelen ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio porque siempre están lanzando críticas calumniosas o injuriosas contra todas las personas que cruzan su camino, en razón de una incontrolable perversidad maniaca.
Ingenuos e inteligentes. Simular es mucho más sofisticado porque, para comenzar, se debe tener cierto grado de inteligencia pues es necesario tratar de engañar a personas que también son inteligentes. Las apariencias solo sirven para impresionar a ingenuos y rara vez a personas normales; en conciencia, a los simuladores no les interesan los tontos pues sus aspiraciones son mayores y se desenvuelven en medios más o menos elevados en los que pretenden ser líderes o jefes o asesores internacionales.
El embajador que nos presentó este mundo de la simulación con profundo conocimiento de causa y una buena dosis de humor había ejercido la psiquiatría y probablemente regresó a esta profesión pues poco después dejó de ser diplomático, toda vez que un simulador envidioso lo malinformó con sus superiores, y sus agudas observaciones le costaron el puesto; el hecho de que fuera un distinguido embajador de carrera no significa, ni mucho menos, que este asunto sea exclusivo de diplomáticos; en sus conversaciones sobre el tema, nos explicaba que se trata de un caso muy generalizado, tanto que, probablemente, ese 20% de personas que pertenece al grupo de conducta irregular, pero parecen normales porque son profesionales, se han casado una o más veces, tienen hijos, amigos o cierto éxito, en una proporción importante son simuladores.
Un jurado implacable. Para terminar, debe decirse que esta condición es más frecuente en adultos jóvenes y ambiciosos que aun no han completado un expediente de vida: esa historia que todos escribimos con nuestros actos de cada día. A partir de los 50 ó 55 años de edad, son pocos los que siguen mintiendo sin ser descubiertos y sancionados, habida cuenta de que entonces ya la sociedad le ha hecho, a cada uno, su expediente. Aunque nadie lo quiera, todos somos calificados implacablemente en nuestras vidas por un jurado anónimo y por el tiempo y afortunadamente nadie escapa a sus sentencias,lo cual es bueno cuando se hace correctamente, para la sociedad bien ordenada de que habla John Rawis al referirse a la cooperación entre individuos iguales y libres, respetuosos de la imparcialidad de la justicia y que buscan el consenso por yuxtaposición y con transparencia.