Pese a lo que a menudo se repite y enseña, ninguna religión es democrática, como no lo son las distintas iglesias que las representan, difunden y defienden. En todas ellas las normativas, las obligaciones, los mandamientos no están fijados por los feligreses -desde abajo- sino que los establecen -desde arriba- las autoridades. Jesús no es el elegido del pueblo, sino el Hijo de Dios que llega por voluntad del Padre. Tampoco es democrática la estructura de la Iglesia, que inicialmente descansa en la autoridad de los Apóstoles -escogidos por Cristo- y en el nombramiento de Pedro, no en una elección llevada a cabo por el pueblo cristiano. El repudio de la "solución" democrática es evidente en Juan (XV, 16): "Vosotros no me habéis elegido sino que yo os elijo a vosotros". De acuerdo con este principio, todas las autoridades de la Iglesia, desde los párrocos hasta los cardenales, vienen escogidas por la jerarquía y no por la base. Solamente con la Constitución civil del clero, durante la Revolución Francesa, los curas debían ser elegidos por los feligreses y los obispos por el electorado. A su vez el Pontífice es elegido por los cardenales, es decir por una reducida oligarquía, diz que inspirada por el Espíritu santo: por esto, al iniciarse las labores del cónclave, se entona el "Veni Creator Espíritus".
La Iglesia de Cristo -aclara el cardenal Ratzinger, uno de los grandes teóricos eclesiásticos contemporáneos- no es un partido, una asociación o un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática sino sacramental, y por lo tanto jerárquica. Las comunidades de base, las culturas autóctonas, los grupos minoritarios no toman, la mayor parte de las veces, decisiones que los afectan profundamente. Y aunque el Concilio Vaticano II había introducido una variable al maximizar el concepto de pueblo de Dios ("que otorga un puesto real a la colegiabilidad y a la corresponsabilidad por medio de ciertas formas de participación") al final siempre es la cúspide quien decide. Roma actúa de la forma más verticalista: sigue cierto, en otras palabras, el dicho Roma locuta, causa finita.(Roma habló, la discusión se acaba).
No me parece,sin embargo, que por ello se haya creado un problema digamos de "incompatibilidad" entre la libertad de conciencia de los feligreses y sus obligaciones en cuanto tales. Quien de veras quiere defender y mantener su propia libertad de conciencia no puede reconocer, al mismo tiempo, el magisterio infalible de algo o alguien que no sea su propia conciencia, la cual con ese algo o alguien puede entrar en conflicto. O se piensa con su propia cabeza, o se piensa con la del padre de familia, del líder del partido, del catedrático universitario, del director de conciencia. En cuanto a los diez mandamientos, más que una declaración de derechos del hombres propia del planteamiento democrático, constituyen una declaración de deberes para los feligreses.
No olvidemos finalmente que, como advierte Bertrand Russell, "el dogma exige autoridad antes que pensamiento inteligente como fuente de opinión: requiere la persecución de los herejes y la hostilidad hacia los infieles. Puesto que la discusión no es reconocida como medio para llegar a la verdad, los adherentes a dogmas rivales no tienen a su disposición otro método de llegar a una decisión, que la guerra". Recordemos también que "la persecución es usada en teología, no en aritmética, porque en esta existe conocimiento, pero en aquella sólo hay opinión".