En círculos intelectuales es frecuente que se considere que lo religioso sea equivalente a fanatismo o dogmatismo. Para estas personas es un lugar común que lo racional se opone a la experiencia creyente, como si tener fe supusiera cerrarse a la evidencia o al pensamiento crítico. Pero, muy a pesar nuestro, se llega a comprender estas posiciones cuando alguna persona –en virtud de su fe– se cierra en el apologetismo o en la condena a los que piensan distinto, sin argüir un razonamiento convincente. Dios se convierte en el principio de autoridad para imponer ideas: una especie de argumento último, ante el cual no cabe una réplica que sea válida. De ahí el rechazo por parte de aquellos que quisieran razonar, aunque ello lleve a la polémica y a la diversidad de opiniones.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que creer no supone en principio una pérdida en la capacidad de reflexionar. La fe, ante todo, es una relación: la posibilidad que el ser humano tiene de acercarse a Dios. La teología es un momento segundo, cuando traducimos en lenguaje humano esa experiencia para que sea comprensible y comunicable. Es cierto que creer ubica a la persona de una manera peculiar ante el mundo, dándole una perspectiva particular para comprender lo que sucede en la historia. Pero de ninguna manera se implica que la fe ciegue o impida ponderar afirmaciones racionales con objetividad. Prueba de ello lo tenemos en cantidad de obras teológicas o filosóficas, que se han escrito a lo largo de los siglos por personas creyentes con profundidad y sentido común.
Cultura del miedo. Vivimos en una sociedad marcada por el signo de crisis: andamos errantes preguntándonos por el sentido de las cosas, mientras somos bombardeados por una publicidad atractiva que nos invita a asumir lo inmediato y el consumo como la mejor manera de encontrar la felicidad. En un mundo así, es lógico que el miedo se apodere de las personas. Las salidas fáciles o la renuencia a asumir posiciones éticas consecuentes, son portillos cotidianos que desembocan en corrupción. Se siente la necesidad de encontrar un remedio y, tal vez, en un acto desesperado se quiera remitir a la autoridad divina o a sistemas filosóficos inmutables para imponer un poco de sensatez. Intentos vanos porque el resultado es contraproducente. Y lo es porque olvidamos que aquello que justifica la vivencia de la fe o el razonamiento filosófico, es la calidad de la vida humana que produce, sea a nivel personal o colectivo.
Fraternidad universal. En efecto, tener inteligencia supone acercarse a otros para construir relaciones que nos ayuden a crecer en un mundo cambiante. Para el creyente este es el objetivo fundamental de Dios al crear y revelarse en la historia. Para la persona que intenta darle sentido a la vida desde el razonamiento, esta es una urgencia humana: nuestra única oportunidad para sobrevivir. Por eso, el punto de encuentro factible para construir un mundo diferente es ese esfuerzo colectivo por encontrar razones que nos permitan reconocernos nuevamente como familia humana. Y es desde esta meta donde nos podemos apreciar mutuamente cuando razonamos desde perspectivas diferentes. El verdadero creyente es aquel que, desde la verdadera inteligencia de la fe, sabe abrirse a los demás sin condenas o creyéndose de por sí superior. Asimismo, el auténtico intelectual es aquel que intenta comprender las razones de los demás, sin desacreditarlas de antemano imponiendo etiquetas estereotípicas. Ambos pueden llegar a entenderse, si se comprometen en la búsqueda de la única verdad que vale la pena: la construcción de la fraternidad universal.