Lo conocí hace más o menos un año. Tenía una gran curiosidad por conversar con él y un amigo común propició la ocasión. Cuando lo esperaba en el restaurante, recibí una llamada. Debíamos cambiar el lugar de la cita. No explicó las razones pero era obvio: entorpecer la labor de sus centenares de enemigos. Son muchas las gentes que quisieran verlo muerto, y un buen porcentaje de ellas no vacilaría en organizarle el funeral. Me habían dicho que era un tipo egocéntrico y dominante, pero no fue ésa la impresión que me produjo. Por el contrario, se mostró más bien tímido, cuanto dijo estaba lleno de sentido común, pero resultaba evidente que se veía a sí mismo como un cruzado y no como un simple y atribulado funcionario. Los riesgos que corría y las responsabilidades que asumía no lo arredraban. Más bien lo estimulaban.
Tiranos sin refugio. A mí, francamente, como principio, me parece bien que los tiranos, los torturadores o los genocidas sepan que las leyes internacionales permiten que se les persiga para siempre y en cualquier rincón del planeta. Es posible que esa amenaza contenga un valioso elemento de disuasión. Saber que no habrá lugar seguro sobre la tierra es una atroz perspectiva para los aspirantes a dictadores y matones. El problema, sin embargo, es que una legislación de esa naturaleza, para que sea eficaz y realista, tiene que ser promulgada por organismos internacionales que ponderen bien el resultado de sus decisiones, como el tribunal recién propuesto en Naciones Unidas, y no por Estados independientes, algo que hoy, irresponsablemente, se admite como válido. De lo contrario, mañana un indignado juez chileno puede pedir la detención y extradición de Margaret Thatcher por la Guerra de las Malvinas y la supuesta matanza de prisioneros argentinos, o la de varios gobernantes turcos por las constantes masacres de curdos, incidente que pondría en peligro a la mismísima OTAN en que coinciden España e Inglaterra. Otro colega, travieso y justiciero, también podría detener en cualquier frontera a Jaruzelsky, primero represor y luego facilitador de la democracia polaca, o al venezolano Hugo Chávez, que provocó cientos de muertos cuando intentó destrozar la democracia venezolana. Las variantes son miles y casi todas resultan pintorescas y peligrosas.
"¿Por qué Pinochet y no Castro?", han dicho, con razón, millones de personas indignadas y -literalmente- docenas de columnas periodísticas. Pero una hipotética lista de dictadores genocidas al alcance de cualquier juez de guardia también podía incluir a Daniel Ortega, bajo cuya tiranía y con el pretexto de la guerra fueron asesinados centenares de campesinos nicaragüenses desarmados. Y prácticamente todos los gobernantes del mundo árabe, incluido el simpático Hussein de Jordania, cuya diminuta talla y amable sonrisa no le impidieron convertirse en el mayor asesino de palestinos de toda la historia del Oriente Medio durante aquel fatídico septiembre negro de hace más de dos décadas. ¿Y qué hacemos con los terroristas amnistiados en España, Uruguay, Colombia o Irlanda si las normas hoy vigentes permiten que cualquier juez fuera de esos países los detenga, juzgue y condene porque ese delito no prescribe, pese a los pactos forjados para conseguir el establecimiento de la paz? ¿Acabará "Tirofijo" preso en una cárcel belga cuando Pastrana lo libere de sus infinitas culpas como parte del arreglo final? ¿Y quién le dice a Zedillo que al terminar su mandato e irse a descansar a Italia un juez justiciero no lo pone tras la reja por las matanzas de Chiapas? Hasta el propio Clinton, una vez que abandone la Casa Blanca, y cuando crea que ya se ha quitado de encima al implacable señor Starr, puede tener que enfrentarse a una denuncia por torturas, pues "Amnesty International" ha documentado admirablemente bien la forma inhumana en que son tratados miles de presos en las cárceles de Estados Unidos. Todo está en que jueces y fiscales le pongan un poco de imaginación al asunto.
La verdad es que esta globalización descentralizada y anárquica de la persecución de los llamados crímenes contra la humanidad no tiene pies ni cabeza. No son los jueces, sin embargo, los que han actuado mal. Son los legisladores. Garzón y su colega británico, sencillamente, se han servido de las leyes vigentes para tratar de castigar a quien con bastante fundamento se acusa de haberlas violado. Ellos no tienen por qué preocuparse por la estabilidad política de Chile o por las relaciones de ese país con España o Inglaterra. Ellos no tienen que calibrar las razones de Pinochet y de medio país, incluida la democracia cristiana, para derrocar a Allende, o la significación que tuvo el terminar aceptando el juego democrático. Ese asunto a quien concierne es a los poderes ejecutivo y legislativo. Cuando Locke, y luego Montesquieu, concibieron el equilibrio de poderes, fue para que trabajaran armónicamente, no para que se hicieran la guerra de una manera tan absurda. A ver cómo se arregla ahora este desaguisado.