Me gusta lo que escribe Amalia Chaverri, pero también como escribe, que en esto del escribir el arte está en la forma y no en el tema. En reciente artículo extrae el apacible verbo perecear de su meditación sobre el papel que han jugado las hamacas en la guerra de los indoamericanos contra el dominio español, hasta el extremo de compartir, con un comentarista que cita, la siguiente sentencia: “posiblemente la independencia de América Latina no se hubiera dado sin el recurso de las hamacas”. Esto que pareciera un exagerado giro poético, tal vez no lo sea tanto.
Amalia se extiende hablando sobre Bolívar y los miles de kilómetros que recorrió con su imprescindible hamaca a cuestas, pero, en verdad, lo que quiso manifestar fue “el deleite que produce el tenderse sobre los acogedores pliegues de una hamaca… el hedonismo de perecear y la satisfacción de una sabrosa siesta, esa costumbre ancestral”.
De hamaca también entresacamos el verbo hamaquear, que no solo significa mecer en hamaca, sino perecear al ritmo de un eterno vaivén, siempre entre palmeras y en presencia del mar. Así comprendido, perecear no es negligencia o flojedad, sino placer máximo de espíritus superiores, cualidad que solo pueden comprender los que aprendieron a alargar el tiempo. En ocasiones, tal vez sea conveniente sacudir la pereza, pero jamás se nos ocurra sacudir el perecear, y menos, el agradable vaivén del hamaquear.
El buen vivir. Los británicos que llegaron a América, acuñaron una frase feroz, casi como una maldición: “el tiempo es oro” y, para adquirirlo, solo hay una posibilidad, trabajar día y noche hasta el último minuto de la vida. Con esta filosofía se hicieron millonarios, pero desconocieron el placer de contemplar los atardeceres hamaqueando ilusiones en cálidas playas tropicales.
Los españoles, por lo contrario, trajeron las guitarras, complemento casi natural del hamaquear ancestral. Entre un Rockefeller desesperado por amasar inmensas fortunas y preocupado por dejarles a sus hijos esa aherrojante costumbre, y el latinoamericano que heredó el perecear como complemento a una buena forma de vivir, pienso que este actúa sabiamente y el millonario de Nueva York no entendió jamás las maravillosas pequeñeces de la vida.
Entre el tiempo es oro y el hamaquear con serenidad, acompañado por el sonido de las cuerdas de una guitarra, la sabiduría está en el latinoamericano y no en el atormentado hombre de negocios del norte. Perecear no es un verbo, sino una forma de vivir con armonía, abrazado a las leyes eternas de la naturaleza.
Tal vez, en un futuro cercano, un buen filósofo escriba un tratado sobre la vida feliz, desarrollando razonadamente el profundo contenido del tranquilo perecear.