Según vino a saberse después, los famosos bandidos de Río Frío estaban encabezados nada menos que por el jefe de las guardias presidenciales, que aprovechaba su cercanía con el presidente Santa Anna para disponer de armas, caballos, personal y, sobre todo, información de las caravanas que requerían escolta y protección, para asaltarlas. Lo cual se entiende en la perspectiva medieval de los robber barons: los señores feudales que asaltaban a los viajeros que pasaban por sus dominios. Estos derechos del poder siguen vivos en México, con una diferencia importante: tienen que disimularse.
Un sueño espantoso. Los robber barons no necesitan disimular ni justificarse legalmente: la ley depende de su voluntad, como las vidas y haciendas de los que están bajo su férula. En cambio, las autoridades de un supuesto Estado de derecho asaltan (o se valen de otros para hacerlo, o venden su derecho de asaltar como una franquicia que les deja dinero), pero lo niegan oficialmente; lo cual aumenta su poder, porque las víctimas, además de serlo, tienen que volverse cómplices, callando.
¿Cómo acabó Porfirio Díaz con los asaltantes de caminos, que ahora han resurgido? Contratando a los profesionales para ajusticiar a los aficionados. Todo, naturalmente, al margen de la ley, pero diciendo que aplicaba la ley. ¿Por qué lo hizo? Para imponerse. Para que estuviera claro quién era el único dueño de la ley, de las vidas y de las haciendas. Para mostrarse como un padre magnánimo, que, pudiendo matar a todos, no mataba más que a los hijos desobedientes.
Hay quienes sueñan todavía con esta solución, para acabar con la inseguridad actual. Afortunadamente, no es posible. Para la conciencia moderna, de la cual participa un sector cada vez más amplio de la población, es una solución contradictoria y repugnante: apoyar el crimen para acabar con el crimen. Solución que, además, requiere la organización del poder como una mafia que secuestra a la sociedad en una república simulada, con el consentimiento (nacional e internacional) de que su jefe sea al mismo tiempo el presidente constitucional y el capo di tutti capi, que nadie se atreve a desafiar. Pero esta jefatura indiscutible y el consentimiento histórico que le dio legitimidad ya no existen.
El problema es político. La inseguridad que hoy vivimos tiene como origen la transición política. El sistema político mexicano, por encima del pacto constitucional, tenía un pacto mafioso que rompió Carlos Salinas de Gortari. Desde entonces, los capos andan sueltos y no hay quien los controle, porque quedó vacante el lugar del capo supremo y no es fácil sustituir su imperio personal y transitorio por el imperio de la ley, impersonal y permanente. No hay salida hacia atrás: ya no se puede reconstruir la doble presidencia (de la república mafiosa y la república simulada), y la salida hacia delante exige construir algo que no tenemos: el imperio de la ley. Vamos a la división de poderes constitucionales, sufriendo en el camino los asaltos de la otra "división de poderes": la ruptura de la mafia central, la fragmentación y multiplicación de los poderes arbitrarios.
Los asaltos vienen del poder, no de la impotencia. Los asaltantes son autoridades que cobran impuestos por su cuenta: mordidas, cuotas, entres, despojos, rescates. En este clima, nada porfiriano, es más fácil que un aficionado recurra al asalto ocasional. Pero si persiste y se vuelve profesional, acaba de socio de las autoridades, porque necesita su complicidad: no puede continuar impunemente, sin protección de las autoridades. En caso extremo, si es un pobre diablo, puede acabar de esclavo, como los exconvictos obligados a robar, para darle su cuota a las autoridades.
La transición es la transición (dicho sea en homenaje a Luis Cabrera). El origen de la inseguridad desatada está en el poder arbitrario desatado, antes bajo las riendas del Supremo Arbitro. El problema es político, no económico cómo acabar con el poder arbitrario, cómo lograr que las autoridades puedan ser enjuiciadas, destituidas, encarceladas, no por sus enemigos políticos, sino por ciudadanos comunes y corrientes.