Ya sea que se “pidan” o no, desde el momento cuando sabemos que están en el vientre, son parte nuestra. Desde los primeros días de gestación los empezamos a cuidar, a proteger, a pedir a Dios por ellos, y nuestra vida da un giro enorme, ¡enorme! Nuestros sentimientos cambian, nuestro amor se duplica, las preocupaciones nacen con ellos, las luchas de cada día empiezan verdaderamente, y hasta llegamos a comprender y a amar mucho más a nuestros propios padres.
Y el tiempo camina al lado de ellos... nos van recordando nuestra niñez, cosas que pensábamos, decíamos o hacíamos cuando teníamos su edad y, de pronto, al enseñarles o corregirlos, reconocemos los patrones de nuestros padres: la misma reacción, el mismo consejo y hasta la misma llamada de atención.
Diferencias individuales. Luego ellos mismos nos van demostrando que cada hijo es diferente, por lo que debemos luchar por comprenderlos, por dar a cada cual el consejo adecuado en el momento adecuado, reforzar sus habilidades sin pretender convertirlos en lo que nosotros deseamos; y es que, mientras uno se queda dormido con un libro en sus brazos o escuchando las últimas noticias del mundo para estar informado, la otra toma energías para estar en pie con los primeros albores del día, vestida con su uniforme de futbol preferido, sus tacos y la bola. Mientras uno escucha, discute y obedece, la otra tiene su carácter fuerte, prefiere no escuchar y termina haciendo lo que pensó que era mejor.
Gracias a Dios por dejarnos vivir la difícil pero hermosa experiencia de ser madres, de encaminar los hijos lo mejor posible, de enseñarles la diferencia entre lo bueno y lo malo, la importancia de estudiar, transmitirles nuestra religión y el amor a Dios y cada uno de los valores que deben ser parte de sus vidas pues, aunque lo deseemos, no podemos vivir su vida, solucionarles sus propios problemas y construirles su mundo.
Lecciones vitales. Nuestra lucha nunca termina y cada etapa de sus vidas lleva consigo alegrías y preocupaciones. Pero siempre debemos tomar las cosas buenas, vivirlas intensamente, compartir todo lo que podamos juntos, saber escuchar, prestar atención a cada cambio en sus vidas, enseñarles a luchar, a defenderse. No debemos poner todo en sus manos como si fuera un regalo, sino enseñarles a obtener lo que quieren con ganas, con entusiasmo, con energía, con esfuerzo, con amor, lucha... y que el mundo no se acaba cuando sufren un fracaso, una caída...
¡Dios mío! Qué tarea tan dura, que gran responsabilidad compartimos las parejas: la lucha por nuestros hijos, por verlos hechos hombres y mujeres de bien. Te pedimos nos ayudes cada día a realizar esta gran labor con nuestro corazón lleno de amor y te damos gracias desde lo más profundo de nuestro ser por tenerlos a ellos, nuestro mayor tesoro, nuestros hijos. Gracias por dejarnos vivir la difícil pero hermosa experiencia de ser madres.