El 27 de noviembre de 1887 llega -de Europa- el sabio Henri Pittier, acompañado de su esposa Adelina Hefti y de sus tres hijos. Pittier, suizo de nacimiento (1857), Doctor en Ciencias, Ingeniero Civil, Doctor en Filosofía, Profesor de Ciencias Naturales y Docente de Geografía Física, tras varios años de trabajar en el Colegio de Chateaux d'Oex y en la Academia -hoy Universidad- de Lausanne, inició sus actividades en nuestro país como profesor del Liceo de Costa Rica y del Colegio Superior de Señoritas. Posteriormente, fundó el Instituto Meteorológico -luego Instituto Geofísico-, el Observatorio Meteorológico y sus estaciones meteorológicas, el Servicio Geográfico, el Museo Nacional y el Herbario Nacional. Además, hizo un detallado mapa del país; estudió los dialectos indígenas guatusos, bruncas, terbis y bribris, y fue jefe de una expedición a la Isla del Coco.
Así lo cuenta Adina Conejo en su libro Henri Pittier (MCJD, 1975), y -al día de hoy- el único homenaje realizado a Pittier en Costa Rica es haberle puesto su nombre a la calle 7 de San José. Pittier fue responsable de recomendar a don Mauro Fernández -igual que lo hizo el profesor Biolley- el traer a su cuñado y también educador, don Juan Rudín.
Apoyo a reforma. Juan Rudín, suizo (1849), educador, matemático, físico, botánico, geólogo, astrónomo, tras su trabajo en el magisterio oficial en Oldenburgo, decidió venir a Costa Rica tras aceptar la propuesta del Gobierno de contratarlo para mejorar la educación nacional. En su libro Montefrío (Editorial del Norte, 1999), Marie Bravo Rudín nos cuenta cómo su abuelo Juan llegó a Costa Rica, en noviembre de 1889, para apoyar la Reforma de Mauro Fernández. En el barco venían tres parejas: Juan Rudín y Julie Marie Hefti, Henri Pittier y Adelina Hefti, y el profesor Biolley y su esposa; las dos parejas fueron a buscar al matrimonio Rudín-Hefti a Hungría para traerlos a Costa Rica.
En nuestro país, don Juan se desempeñó como director del Colegio San Luis Gonzaga, y profesor en el Liceo de Costa Rica y en el Colegio Superior de Señoritas; además, acompañó a Pittier en la tarea de elaborar el mapa de Costa Rica, e influyó en los estudios nacionales de cosmografía. Durante muchos años, una escuela en Barrio Los Angeles llevó su nombre; tras haberla cerrado, el Ministerio de Educación tiene aún pendiente la deuda de honrar con el nombre de Juan Rudín una nueva escuela.
Edad de los sueños. Las historias de Montefrío -la finca donde vivieron los Bravo Rudín- nos devuelven a la edad de los sueños, a la época en que creíamos en el niño Dios visitándonos clandestinamente en Navidad cargado de regalos y de ilusiones; y nos da pinceladas de aquella Costa Rica de antaño, donde el Presidente de la República era el primer servidor del país y -sin séquito de guardias y asesores- podía ser perseguido por un chivo en campo abierto y ser encontrado luego -como lo fue don León Cortés- trepado en un árbol.
En Montefrío, doña Marie parte de las raíces ancestrales para contarnos anécdotas que culminan con un suculento anexo, pues nos transcribe algunas de las recetas hechas por su mamá "en la cocina de hierro negro, para el deleite de las visitas".
El libro de Marie Bravo nos entera, también, de las angustias de una madre ante la guerra, que prefiere exiliar a sus hijos de España antes de tener que enviarlos al frente de batalla: así, huyendo de la sinrazón bélica, llegó Alfonso Bravo -padre de doña Marie- a Costa Rica. Pero sobretodo, al hablarnos -tangencialmente- de Henri Pittier y, sobre todo, de Juan Rudín, nos hace recordar la deuda que tenemos los costarricenses con estos dos generosos suizos, cuyo aporte no debemos borrar de nuestra memoria histórica.