
La Marimba Corobicí toca San José de Costa Rica en la avenida central de San José de Costa Rica, sudorosa vía donde se apiñan muñecos de nieve, colachos, renos y gritos ambulantes ofrecen manzanas a doce por mil.
Aún no es diciembre, pero lo parece. El aguinaldo es todavía una ilusión, aunque menos distante que la de pegarle al gordo de la Junta y dedicarse a vivir la vida loca... con cordura. Los vientos alisios suben el volumen de los ánimos populares y se alborotan las ganas de agarrar la calle. La avenida central es un desfile de entusiasmos.
La Corobicí se instala frente a la tienda La Favorita, bajo un alero que ataja al sol de las once. Calculo que los músicos –tres hombres y una mujer– toman posesión de su sitio a eso de las 10:30. El ritual incluye la colocación de un banquito de madera sobre el que va un canastillo que invita a donar. One coin. Tips, dice en fluido inglés. No todos atienden el mensaje. Algunos se detienen, toman fotos, graban, oyen un par de piezas y –como dice la gente culta– luego hacen mutis por el foro, repleto, en este caso, de chanceros que lanzan anzuelos con el par de nueves o el perseguido 14.
A los músicos parece no importarles que el público ejerza únicamente de mirón. Agradecen incluso los aplausos pelados, esos que llegan como las tazas de café cuando les falta el pan con mantequilla.
En el rato en que disfruto el espectáculo suena Pájaro campana, que reconozco gracias a una pareja instalada en primera fila, recostada a un farol, como a dos metros de la marimba. Por el dato que me dieron me siento en deuda y les devuelvo la cortesía. “El pájaro campana existe, ¿lo sabían?”. No, no lo sabían. “Dan ganas de bailar”, dice ella; “dan ganas de bailar”, confirma él. “Dan ganas de un trago”, digo yo. Responden con una risilla y ojos chispeantes. O sea, sí.
Una marimba, sin importar cómo se llame o dónde suene, enciende para mí el recuerdo de la niña Vilma Zapata, una de mis maestras de escuela. Fue ella quien nos enseñó a cantar Pasión, a ponerle ganas cuando en el aula, con el pelillo aún mojado, éramos casi un coro: “Zumba que zumba, marimba, en mi corazón, aunque se rompan las teclas, que son de fino coyol”.
Yo me preguntaba qué sería aquello del “orbe sacrosanto” y cuando lo supe, las dos palabras perdieron toda la gracia. Fue igual con el coyol, al que no encontré en el diccionario, pero sí en Santa Cruz recién sacado del pocito de la palma. Me supo a fresco de guanábana ralo. Aguachacha pura.
En el bulevar la música no para, sigue, sigue. Son las once y media cuando se arrima suavemente un ciudadano sospechosamente animado. Lleva su propio instrumento de percusión, que los despistados podrían confundir con una botella de vidrio que se golpea con una moneda. Oye, baila y habla al mismo tiempo. Es multitasking, un hombre orquesta a la deriva.
Cuando acaba la pieza que lo entretiene, apura a sus “colegas”. Va para Heredia, pero antes de continuar, desea corcorearse otro poco de música y como no la recibe cuando la desea, sigue andando. Arrastra con él el tintineo del vidrio.
¿Cuál tema vendrá ahora?, me pregunto porque el programa de mano no está a mano. Suena uno que no identifico y estoy tratando de resolver el pequeño misterio bulevariano cuando oigo una voz por encima del hombro. Detrás de un bigotillo, hay un peatón flaco que desenfunda un peine, se rastrilla las últimas rebeldías capilares, y dispara: “Eso sí es música”, “oiga ese bolero”.
¿Es a mí o piensa en voz alta? Sí, es a mí. Y como no sé cuál es “ese bolero”, le pregunto el nombre. Se le olvidó, no lo recuerda, lo tararea. De lo que dice entre dientes, saco en claro que tampoco yo sé cuál es. La salvación nos alcanza en la seguridad de otro paseante: “Es Por dos caminos”. ¡Claaaro! “Con los ojos cansados de soledad, voy cruzando la senda de mi dolor. Y esta noche tan triste quiero llorar porque todo acabóóóóó”.
El hombre del peine se envalentona y dispara de nuevo: “¡Eso sí es música! No como esa cochinada de ahora, ese tal reguetón”. Los perdigones alcanzan a un conejo malo y a una bichota. Zumba que zumba, marimba.
ovidio.munoz@nacion.com
Ovidio Muñoz Corrales es periodista.
