
¿En qué piensan los viejos cuando se quedan en silencio, hieráticos como ídolos antiguos, y el alma pareciera habérseles volado? ¿Qué mundos vislumbran, cuando sus miradas se pierden en lontananza, y sus labios de corteza reseca farfullan sin cesar palabras arcanas e incomprensibles? Nunca tenemos tiempo para ellos. Nunca nos detenemos a escuchar sus disparates, sus ideas fijas, su estéril ruminación del pasado. Después de todo, ¿por qué habríamos de hacerlo? Nosotros sólo nos ocupamos de asuntos de la mayor trascendencia. Ellos en cambio, con esa jerigonza siempre inoportuna, latosa, anodina... Y nos privamos de la paz de sus ojos insondables, donde el fuego, al decir de Víctor Hugo, se ha transformado en luz purísima.
Durante esas tibias tardes de otoño en que los achaques les conceden una piadosa tregua, les veo sentarse solitarios en las bancas del parque, inescrutables, avergonzados casi de existir, sabedores de que el mundo no quiere tener nada que ver con ellos, conscientes de que la sociedad los ha desterrado para siempre de la gran fiesta de la vida. Náufragos eternos de la comunicación, marionetas destartaladas, la brisa de la tarde levanta tempestades de nieve en la bruma de sus cabellos, y amenaza a cada momento con derribarlos, tal la hoja seca que el árbol libra al capricho del viento volandero. Sus rostros son como moradas donde la luz va extinguiéndose, ventana tras ventana, hasta quedar sumidas en la profunda oscuridad de la alta noche. Rostros que son mapas de la tristeza, vejados por el tiempo y consumidos por el dolor. Porque si la soledad del joven cuenta al menos con la promesa de esa vasta, inexplorada comarca que es el futuro, la soledad del viejo está en cambio poblada únicamente de fantasmas, y de recuerdos desdibujados en la bruma de la reminiscencia. El pasado es su patria espiritual, su esencia misma. Aún su presente es pasado, y su mañana, tenue como la sombra, se deshilacha día con día, a medida que el ayer va en sus almas adquiriendo la densidad de las piedras.
Las grandes civilizaciones de la antigüedad supieron rendir culto a los ancianos, otorgándoles un rol patriarcal y tutelar en el seno de una comunidad atenta siempre a su palabra y a su juicio. Pero esta sociedad nuestra, que ha convertido al niño en reyezuelo despótico, y ha glorificado a la juventud al punto de la efebofilia, esta sociedad ha estimado piadoso el ignorarlos, y el prescindir olímpicamente de su preciosa experiencia vital. La devoción por el anciano es el producto de un delicado equilibrio vital entre acción y contemplación, impulso y reflexión. Nuestra sociedad, ¡ay!, reclama la acción, y no ve en la contemplación otra cosa que una forma reprensible del ocio.
Triste sino el de los ancianos. El haber atravesado el océano de los años y alcanzado los remotos litorales de la vejez no les hacen más digno de nuestra admiración, sino que les convierten, antes bien, en trasnochados sobrevivientes de una era irrevocablemente pretérita. Y un día cualquiera nos dejan para siempre, y en nuestra infinita ceguera no atinamos a sentir más que un vago remordimiento, sin sospechar siquiera la tragedia existencial que su muerte entraña para nosotros. Porque al perderlos a ellos perdemos a los únicos depositarios, a los fieles custodios de una parte nuestra que muere con ellos.
El secreto de nuestras primeras sonrisas, de nuestras primeras lágrimas e ilusiones ellos solo lo tenían, y con su muerte se hunde en el silencio una dimensión de nuestras vidas a la que ni siquiera nosotros mismos teníamos acceso.
Sí, es cruel la juventud, pero más que ello es estúpida y aún patética. Bien le convendría seguir el consejo de Machado: "¿Ya se oyen palabras viejas? ¡Pues aguzad las orejas!" No por piedad, sino por nuestro propio beneficio deberíamos con frecuencia asomarnos a esa fascinante constelación de mundos insospechados que gravitan en el alma del anciano. Hacerlo ahora mismo, antes de que tengamos que contentarnos con evocar apenas sus palabras, sus miradas, sus irrecuperables sonrisas irradiando a través del tiempo, como la errante luz de las estrellas extintas.